Por Ezequiel Kosak
La temporada de “crítica al docente” inició más temprano que de costumbre
Como docentes, estamos acostumbrados/as a que en la tele cualquiera opine cualquier cosa sobre educación; a que designen como ministros/as licenciados en misceláneas que nunca enseñaron en una escuela –ni aceptarían cobrar como una maestra.
Empezamos el año compitiendo entre nosotros/as, cada cual calculando cuántas horas o cuántos cargos tomar para poder bancar un alquiler, para poder brindarle bienestar a su familia. Aunque sea a costa de pasarse de rosca planificando, corrigiendo, buscando materiales, en las aulas, sin mucho tiempo para juntarse con otres, o detenerse a pensar lo que estamos haciendo.
Quienes ignoran deliberadamente estas condiciones laborales se horrorizan después si los niños/as contestan mal algunos múltiples choices hechos váyase a saber dónde, mientras gobiernan aplaciblemente un país donde seis de cada diez sufre la pobreza – y priorizan pagar deudas truchas.
Pretenden resultados, calidad, capacitaciones permanentes; nos fijan plazos para redactar cientos de informes que luego son archivados sin pena ni gloria; todo a cambio de un salario de guardería. A eso ya estamos acostumbrados/as. Casi que ni lo discutimos.
Pero transitar las vacaciones escuchando las amenazas de despido de líderes nacionales como Patricia Bullrich[1], ya es demasiado. Tan solo insinuar que detrás del justo pedido de un regreso seguro a las aulas se esconde falta de vocación o de voluntad para trabajar, de deseo de encontrarnos con nuestros/as estudiantes y de compromiso con sus aprendizajes, es insultante.
Lo terrible de estas cínicas declaraciones[2] es que a los/as docentes nos ponen a la defensiva, teniendo que explicar que ir a clases no es lo mismo que sentarse en un bar, que nuestras aulas no son burbujas – aunque a veces exploten. Qué distinto sería si defendieran con semejante pasión la importancia de las escuelas a la hora de votar los presupuestos educativos…
A seguro se lo llevaron preso
El ministro Trotta declara en los medios[3] que, aunque no lleguen a vacunarse docentes ni estudiantes, ya prepararon unos protocolos seguros, segurísimos, y que respetándolos es posible garantizar el regreso a clases presenciales. Todo es tan perfecto che, las botellas se caen y no se rompen.
¿Serán capaces docentes y directivos de cumplir esas simples indicaciones, prolijamente redactadas en oficinas donde los ministros trabajan sin niños/as que les distraigan o contradigan? ¿O probarán nuevamente que son una manga de fracasados/as, tal lo afirman las muy serias estadísticas que cita la ministra Acuña?
Si según los ministros sus protocolos son infalibles, no dudo a quiénes nos harán responsables de la ola de contagios que esta decisión pudiera provocar. El discurso de los “protocolos seguros” suena muy conveniente para quienes planean lavarse las manos mientras nos ordenan meterlas en el barro a docentes y estudiantes.
Es que, a menos que aten a cada estudiante y docente a una silla, los protocolos no van a cumplirse. Lamento ser agorero, pero no hace falta ser muy experto para anticipar ese desenlace, que ya se dio en otras latitudes[4].
Por ejemplo, en los gráficos de cómo organizar el aula con quince alumnos (en el Plan elaborado para la provincia de Buenos Aires), ubican al docente bien en una esquina, manteniendo una distancia de dos metros (en diagonal) con el estudiante más cercano. Si da un paso hacia la puerta ya rompe la hipotenusa, y suenan las alarmas, porque está transgrediendo el protocolo.
¿Cómo entraría al aula? ¿Debería pasar primero, para luego gritar las indicaciones desde la esquina, tratando de que en el pasillo, que ni siquiera ve, todes sigan manteniendo la distancia?
¿Qué pasa si durante el recreo, una piba que está corriendo, jugando, se da la cabeza contra el suelo? ¿La consolamos con un palo? Al que se descomponga y vaya al baño, ¿le dejamos un cronómetro, para que no se pase del tiempo recomendado en los protocolos?
Como estamos en pandemia, ¿suponen que niñitos de tres que ni saben atarse los cordones, hasta adolescentes en plena edad de rebeldía, van a comportarse de acuerdo al protocolo? ¿Que nadie va a empezar a pegarse, cuando uno se ría del otro señalando su barbijo lleno de mocos? A la ilusión de que un grupo con pocos estudiantes es “fácil de manejar” le falta renovar su empiria…
¿Intentaron leer un cuento con un barbijo? ¿O a pronunciar las letras del alfabeto, para que reconozcan su sonido quienes estén aprendiendo a leer, pero manteniendo dos metros de distancia?
¿Los vamos a recibir el primer día detrás de esas horribles e incómodas máscaras de acetato, retándolos si a alguno/a se le ocurre prestar la goma o convidar una masita? ¿Les decimos que se vuelvan a sus casas a quienes se olviden del permiso con la firma actualizada, o al que traiga –por tercera vez- su barbijo con agujeros?
Demasiadas dudas, incertidumbres, disconformidades, desconfianzas, que parecen no importar, ya que antes de escucharlas, la decisión está tomada.
Ir a la escuela, quedarse en casa, ¿privilegio o condena?
Que la presencialidad, o la virtualidad, sean una posibilidad – y una obligación- para algunos/as, mientras está vedada o postergada para otros/as, es todo una cuestión. Ya que definir quiénes tendrán prioridad para asistir a clases presenciales, y quiénes no, marca una diferencia.
La intención de “empezar por los últimos” parece buena: si todes no pueden ir, focalicemos los esfuerzos con quienes costó sostener el vínculo en estas condiciones. Sin embargo, es importante preguntarnos qué implicancias subjetivas tendrá esta priorización, para quienes pueden (y están obligados a) ir, y para quienes no.
En el mejor de los casos, quien deba ir y quiera hacerlo, se sentirá agradecido/a con la oportunidad. Y quienes en una primera instancia no puedan ir, pero tampoco es que tenían tantas ganas de volver a clases, se sentirán aliviados/as.
En el peor de los casos, puede darse una situación paradójica. Quien quiera asistir y no pueda hacerlo, sentirá que lo/a excluyen, que otres son “privilegiados”.
Y quien no quiere asumir el riesgo que significa la presencialidad en este contexto pero se ve obligado a hacerlo, puede sentirse “discriminado/a”: “¿por qué me hacen ir a mí a la escuela, siendo que es peligroso, por más protocolos que haya? Dicen que quieren ayudarme, que les importa mi futuro, pero me exponen a los contagios, mientras otros estudian seguros/as desde sus casas”.
¿Es que merecen “castigo” porque aprenden “más lento”? ¿Importa menos si se enferman quienes no tienen plata para comprarse una compu, para pagar internet?
Los debates sobre los diversos efectos que producen las políticas focalizadas o universales en educación no son una novedad. Sin embargo, pareciera que en este contexto excepcional, donde la posibilidad de encuentros presenciales está restringida, la imaginación para crear dispositivos grupales que, reconociendo la diversidad, les permitan a todes participar en condiciones de igualdad, fue relegada, sino descartada.
No sé lo que quiero, pero lo quiero ya
¿A qué viene todo este apuro por regresar a la presencialidad, subestimando, cuando no negando, el hecho de que seguiremos expuestos al virus hasta vacunarnos?
Aunque sus verdaderos motivos sean menos transparentes[5], desde la ya citada Bullrich hasta el propio Alberto Fernández[6] comparten un argumento pedagógico: “sería terrible que los chicos perdieran otro año de educación”.
Dejando de lado el ninguneo que contiene esa expresión a todo el laburo realizado durante el 2020, me pregunto, ¿son perder y ganar los términos más apropiados para valorar procesos educativos y aprendizajes?
Se entendería la desesperación si uno definiera a la actividad docente como “meterles en la cabeza” a quienes estudian un montón de saberes “a los que tienen derecho”. Y tienen que aprenderse todo eso para estar más preparados/as para la vida que les espera: la de competir por sobrevivir en un mundo cada vez más incierto, desigual y despiadado.
Entonces, si ven menos contenidos, aprenden menos, estarán en desventaja. ¡No se puede seguir perdiendo el tiempo! El tiempo, los saberes, quedan así presos de una lógica de acumulación del capital. ¿Esa urgencia es la que va a dirigir los vínculos y destinos de nuestras escuelas?
Más allá de los contenidos, que con el tiempo muchos/as olvidarán, ¿qué es lo que enseñaremos al plantear que, con tal de “ganar” en la carrera del saber y el éxito, el riesgo necesario de asumir es el de enfermarnos, y enfermar a seres queridos que podrían morir por ello?
La educación es importante por su vocación de tejer comunidad, de construir confianza, de despertar deseos de saber. No como depósito de padres que trabajan. No como centro de domesticación de las nuevas generaciones. No por aceptar como normales los valores más terribles de nuestra época.
¿Hay fundamentos pedagógicos, y condiciones sanitarias, que permitan en este contexto proponer un retorno a la presencialidad?
Con lo expuesto anteriormente no quiero concluir, sin embargo, que sea inviable imaginar y proponer instancias de encuentro presencial entre educadores/as y estudiantes.
Lo que afirmo es que esas alternativas no pueden estar basadas en las arcaicas nociones de educación bancaria; en los infantiles caprichos de la politiquería en campaña electoral; en la irresponsabilidad de mandarnos a amontonar en transportes públicos y salones sin ventilación, cuando la principal recomendación sanitaria sigue siendo quedarse en casa.
El retorno a las aulas no puede apoyarse en el legítimo anhelo de “vuelta a la normalidad”, cuando aún estamos en pandemia. En primer lugar, porque hasta no estar todes vacunados/as seguiremos conviviendo con la enfermedad, por lo que esperar las vacunas es la única solución segura para cuidar nuestras vidas.
Y sobre todo, porque la “normalidad” de las clases presenciales que, en contraste con una virtualidad que deja mucho que desear, ahora se enuncia como un paraíso perdido de aprendizajes e igualdad, nunca fue tal cosa. Y no lo será a menos que transformemos esta experiencia en reflexión y propuestas para cambiar los aspectos alienantes y excluyentes de nuestras escuelas.
Menos chamuyos y más derechos
Si la decisión será la de encontrarnos presencialmente, lo primero es no mentirnos: el riesgo de contagio va a existir, y si asistimos lo hacemos asumiéndolo de forma voluntaria y consciente. Está muy bien seguir protocolos, corresponde establecer acuerdos con orientación médica para cuidarnos todo lo que podamos, asegurar condiciones de higiene, pero no hay garantías. Y eso tiene que quedar muy claro.
Y porque no hay garantías, es que la asistencia a clases presenciales no debiera ser obligatoria, sino voluntaria. Sabemos que comenzar a tener autonomía, ampliar las posibilidades de aprender y desenvolverse fuera de lo que ofrece la propia familia, es de los principales aprendizajes de la escuela, seriamente limitado en estos tiempos de pandemia.
Por ello podemos proponer, insistir, justificar lo valioso y necesario de encontrarnos. Pero en este contexto, no es ético imponer una asistencia, a sabiendas de que pudiera provocar daños irreparables.
Complementando este principio, para que en este país profundamente desigual estudiantes y familias tengan realmente posibilidad de elegir, el contar con dispositivos y conexión a internet debe garantizarse de forma gratuita. Luchemos porque se reconozca como un nuevo derecho, uno de este siglo, impidiendo que siga siendo una mercancía inaccesible para quienes no pueden pagarla.
Con respecto a nuestra responsabilidad como docentes de ponerle el cuerpo a la posibilidad de encontrarnos presencialmente, dado que el riesgo de contagio estará presente, lo mínimo e indispensable a exigir es ampliar las causas para solicitar dispensas.
Resulta criminal que quienes convivan con pacientes de riesgo o estén a cargo del cuidado de adultos/as mayores y de personas con discapacidad, se vean obligados/as a asistir a las escuelas por no ser ellas mismas calificadas como “individuos” a cuidar de forma prioritaria.
Si no garantizan las vacunas, que es la única manera de lograr inmunidad, tenemos derecho a dispensas que nos permitan trabajar de forma remota sin poner en peligro a quienes más queremos. Y ese derecho vale tanto para los/as docentes como para el resto de la clase trabajadora.
Tres motivos que justifican realizar tareas presenciales
Encuentro al menos tres razones que justificarían aventurarnos como trabajadores/as de la educación, como comunidades escolares, a reunirnos de forma presencial: el deseo y la necesidad de saber; el deseo de relacionarse con pares; y el compromiso solidario con nuestro pueblo.
Encontrarnos un rato para acompañar la realización de una tarea, para conversar sobre un tema que esté difícil de entender, para despertar el interés en lo que se propone abordar, para elaborar nuevas iniciativas, plantear otras preguntas, para compartir lo aprendido.
¿Cómo podríamos negarnos ante un/a estudiante con ganas de saber, de entender, de resolver? ¿Cómo podríamos mantenernos indiferentes ante quienes perdieron todo vínculo con nuestras escuelas?
Interactuar en un aula podría ser una opción que apuntale, aliente, acompañe, enriquezca, el devenir de una trayectoria. Encuentros que no sean rutinarios, que tengan intenciones y objetivos claros, significativos: podemos estar disponibles para ello.
También para que puedan juntarse con compañeros/as y así encarar proyectos comunes, estudiar teniendo en cuenta lo que piensan otres. Salir un poco de casa, o tener dónde verse con pares además de en la calle.
Está claro que el ida y vuelta con la maestra o el profe, que el encuentro con sus compañeros/as para estudiar o para encontrarse nomás, es mucho más potente en la presencialidad. Con tiempos acotados y numerosas interrupciones que resultan prácticamente inevitables conectándonos desde casa, la virtualidad intenta tristemente imitar, replicar, lo que en la presencialidad es disfrute, desafío, comunión, interpelación, emociones encontradas, intimidad, camaradería.
Se requiere de gran autonomía, predisposición, afectos previos, para que el encuentro con otres mediado por una pantalla provoque curiosidad, reflexión, apertura a crecer y transformar esto que por nuestras historias y decisiones somos; todo aquello que como docentes intentamos generar en las aulas, con más y mejores herramientas. ¿Cómo podríamos no extrañar esos momentos?
Por último, durante el año anterior como docentes trabajamos de forma presencial durante las entregas de alimentos, un compromiso con nuestra comunidad más que atendible, dada la difícil situación de las familias precarizadas económicamente en medio de una pandemia.
Al respecto, planteo un interrogante que desarrollaré en algún otro escrito: ¿asistir en la urgencia es un modo suficiente de responder como educadores/as frente al empobrecimiento creciente de nuestro pueblo?
Que la escuela es nuestra, tuya y de aquel
Esas razones que justificarían los encuentros presenciales son universales, ¿sería posible entonces organizar esas instancias sin recurrir a “priorizaciones” que marquen una diferencia? O en todo caso, ¿cómo trabajaremos los significados construidos en torno a esas decisiones?
Las comparaciones y argumentos que usualmente tienden a explicar porqué algunos/as “necesitan más ayuda que otros/as” (porque están más “atrasados” en sus saberes, porque “son pobres y no tienen internet” o “más vagos para hacer la tarea”) me resultan incómodas, problemáticas.
Es válida la inquietud, la preocupación, sobre cómo lograr que las oportunidades brindadas no sean aprovechadas solamente por quienes ya partan de mejores condiciones para ello.
El tema es si “focalizar en quienes están en desventaja” sirve para revertir esa desigualdad, para favorecer la cooperación y el reconocernos como socialmente iguales aunque humanamente diferentes; o por el contrario acentúa etiquetamientos y prejuicios, o hasta currículums paralelos, barreras que generan distancias al interior de lo que deseamos fueran grupos de pares.
¿Es materialmente imposible diseñar en este contexto dispositivos de inclusión, donde todes puedan participar de las propuestas escolares en condiciones de igualdad?
La educación en nuestras manos
En lugar de que volver o no lo decidan ministros que nunca pisaron nuestras escuelas, podrían ser las propias comunidades escolares quienes abran instancias de diálogo vinculantes donde, sin dejar a nadie afuera, se pueda definir cómo dar respuestas pedagógicas presenciales, de qué modos y en qué tiempos, considerando nuestras condiciones laborales concretas (cantidad de interesados/as en asistir, cantidad de educadores/as, necesidades de infraestructura y elementos de higiene, etcétera).
Estos acuerdos situados requieren de orientación médica, pero también de criterios pedagógicos, que bastante subestimados están en la elaboración de los protocolos. “Es que son protocolos sanitarios”, me dirán. Pero si esta medida fuera una cuestión meramente sanitaria directamente no tendríamos que ir a la escuela.
Si nos piden abrir las escuelas, que sean escuelas: no las conviertan en hospitales donde haya que permanecer en silencio, en un laboratorio ordenado y aséptico donde nada pueda tocarse ni moverse de lugar.
En esta presencialidad condicionada, ¿cómo imaginamos la dinámica grupal? ¿Cómo lograremos que circule la comprensión, el afecto? ¿Cómo le damos lugar a procesar esto tan raro que nos está pasando? ¿Cómo evitamos entrar en la locura de querer recuperar cuanto antes todos los contenidos “no dados”, como si eso fuera lo principal, lo único importante?
Tanto la bi-modalidad como los cuidados sanitarios constituyen novedosas exigencias a nuestro trabajo como docentes.
¿Convendría acordar formas de trabajo colectivas –como parejas pedagógicas integrando áreas, o contratando más educadores/as- para poder sostener de modo simultáneo dinámicas presenciales y virtuales? ¿La organización de esos nuevos formatos está ya regulada; dependerá otra vez del ingenio y la sobrecarga laboral que cada institución sea capaz de crear, de soportar?[7]
En lugar de leer infinidad de recomendaciones sanitarias, hechas de modo general, y que poco tienen que ver con nuestra profesión, ¿no sería bueno contar con trabajadores/as de la salud que puedan aportarnos una mirada desde su formación, al consultarles y compartirles propuestas específicas que basados en criterios pedagógicos decidamos desarrollar?
Por último, nuestros ministros/as tuvieron gran parte del 2020 para reparar y ampliar los edificios escolares, para garantizar los elementos de higiene indispensables, para invertir en conectividad para todos y todas, ¿lo hicieron? ¿O sin haber hecho su trabajo nos exigen a nosotres que trabajemos con las mismas condiciones de siempre, como si la pandemia ya hubiera pasado?[8]
Es que ya me imagino a docentes y cooperadoras poniendo de su bolsillo para proveer las “condiciones seguras” a las que se compromete el Estado. Comprando desde barbijos para decenas de pibes/as, hasta la lavandina y el alcohol en gel que se usarán unas quince veces al día. Ojalá me equivoque, tendré que ver para creer…
Lecturas que tuve en cuenta al pensar este escrito
- “La vuelta tiene vueltas: el riesgo del sentido común”, de Gustavo Galli. Publicado el 15 de enero del 2021, en el diario Tiempo Argentino:
https://www.tiempoar.com.ar/nota/la-vuelta-tiene-vueltas-el-riesgo-del-sentido-comun
- “Regreso a clases: la política neoliberal y sus espejitos de colores”, de Miguel Tollo. Publicado el 28 de enero de 2021: https://www.pagina12.com.ar/320064-regreso-a-clases-la-politica-neoliberal-y-sus-espejitos-de-c
- “Porqué fracasamos en la lucha contra la pandemia”, de Daniel Feierstein. Publicado el 4 de febrero del 2021, en el diario Página 12: https://www.pagina12.com.ar/321664-por-que-fracasamos-en-la-lucha-contra-la-pandemia
- “Volver a las aulas (en esta época distópica de besos que enferman)”, de Daniel Brailovsky. Publicado el 5 de febrero del 2021, en la Revista Bordes: https://revistabordes.unpaz.edu.ar/volver-a-las-aulas-en-esta-epoca-distopica-de-besos-que-enferman/
- “Pronunciamiento acerca del retorno a la escuela presencial”, adhieren profesionales de la salud y educación de todo el país. Publicado el 5 de febrero, disponible en: https://contrahegemoniaweb.com.ar/2021/02/05/pronunciamiento-acerca-del-retorno-a-la-escuela-presencial/
[1] “¿Los únicos que tienen que trabajar con vacuna son los docentes? ¿Cuántos docentes que me están escuchando están diciendo yo quiero trabajar, quiero estar al frente del aula porque quiero que los chicos aprendan? La sociedad argentina necesita terminar con estos sindicatos obstruccionistas de una vez por todas, no podemos seguir conviviendo. Declaremos a la educación servicio esencial, acaban de presentar los senadores (de Juntos por el Cambio) un proyecto, y docente que no va, tendrá que ser reemplazado. Seamos drásticos porque la Argentina no puede perder dos años de educación”
Declaraciones de Patricia Bullrich, en el programa “Desde el Llano”, 18 de enero del 2021.
[2] Como puede leerse, nuestra casta política no tiene reparos al opinar libremente sobre nuestro trabajo y el destino del sistema escolar. En cambio, que como docentes expresemos opiniones públicas sobre políticas educativas, todavía me incomoda un poco.
Como si la tradición que ordena separar una cosa de la otra tuviera plena vigencia. Como si solo correspondiera obedecer lo que decidan “desde arriba”. Como si, por temor a represalias, lo recomendable fuera ejercer la autocensura. Como si, suponiendo que no vamos a ponernos de acuerdo, fuera preferible ni tocar el tema.
Ya no quiero expresarme solamente como ciudadano. También tenemos derecho a hacerlo en tanto trabajadores/as de la educación.
[3] Por ejemplo, ya el 18 de enero del 2021, Telam titulaba: “Trotta: la vacuna no es condición indispensable para la presencialidad en las aulas”. En: https://www.telam.com.ar/notas/202101/541867-la-vacuna-no-es-condicion-presencialidad-aulas.html
[4] Por ejemplo, este mismo febrero en Madrid, de una semana a la otra se duplicaron los alumnos confinados, según informa el diario El País. Sin ir más lejos el mismo Trotta, de visita a otra ministra, estuvo a punto de contagiarse. Y a dos días del regreso a clases presenciales en la Ciudad de Buenos Aires ya se denunciaban diez casos de contagios.
[5] Como bien me señala mi amigo Exequiel, el apuro por reabrir las escuelas parece responder, más que a fines pedagógicos o de encuentros comunitarios, a necesidades e intereses vinculados al modo en que como sociedad organizamos nuestra economía.
¿Dónde dejan a sus hijes los padres que no tienen tiempo para cuidarles, ya que deben salir a trabajar, para llevar un plato de comida al hogar, o para seguir consumiendo según manden las publicidades? ¿Cómo les caerá a los grandes empresarios esto de otorgar licencias a sus trabajadores, para que estén con sus niños/as mientras la escuela funciona a distancia? El riesgo de exponerles a los contagios parece menor comparado con el costo de no “encender” la economía, para así reactivar el consumo.
Parece que el dilema, que en un inicio fue entre cuidar la economía o la vida, ha cambiado. En palabras de Alberto Fernández ante el Consejo Federal de Educación: «el dilema que enfrentamos es seguir paralizados o tratar de reacomodar nuestra vida con el virus, y claramente elegimos la segunda opción«.
[6] “Es una tragedia que un chico se retrase en su educación y ya tenemos que pensar que en un año se van a tener que completar los contenidos de dos”.
Declaraciones de Alberto Fernández. Entrevista en el diario Página 12, 7 de febrero del 2021.
[7] Vale destacar que en las últimas resoluciones de la Provincia de Buenos Aires se promueve el trabajo colectivo durante el período de intensificación de la enseñanza, así como reasignaciones de funciones e incluso nombramiento de cargos extraordinarios para garantizar la presencialidad.
[8] No está de más señalar que la pandemia pone en evidencia y agrava aún más las malas condiciones de trabajo en un sistema educativo público que viene siendo desfinanciado desde mucho antes que el 2020.