Por Ezequiel Kosak
Cómo les gustaría que a sus escuelas solo vayan los que quieran estudiar. Que la habiten quienes sepan comportarse, las que se ganen una beca con puras buenas notas, los que tengan padres que puedan pagar las cuotas. Y los demás que se queden en sus casas (si es que tienen), o se cambien a alguna otra que sea más fácil, donde todos terminan aprobando aunque no hagan nada durante todo el año.
Cómo extrañan la escuela que expulsaba a los burros, a los que ya les sobra edad, a los que no dejan dar la clase, a los que igual no van a ir a la universidad. Una escuela que ya no existe porque con la excusa de incluir ahora cualquiera pasa de grado, y fue decayendo la calidad.
Cómo les jode una escuela donde resolver cuentas no sea lo único que pase durante las clases de matemáticas. Una que se haga cargo del adolescente cuando pregunta para qué me hacen estudiar esto, por qué me obligan a estar acá. O sea que no le responda: “en la vida hay cosas que no nos gustan pero las tenemos que hacer igual”.
Cómo les preocupa que en la hora de literatura, de historia, de geografía, la docente se vaya de tema y por conversar sobre aquello que nos mueve, después no alcance a terminar con los contenidos eruditos del programa. “¡Qué falta de profesionalismo!” juzga usted, don pruebas pisa, aunque a lo que se estudie o no en las aulas ni le importe considerarlo en sus tests.
Cómo quisieran que les pibis hagan silencio y respeten a la profe exigente, que dicta que te re dicta, en lugar de tener como maestras a este montón de pobres viejas, que encima de brutas zurdas y fracasadas.
«Que no te chamuyen pibo: si uno quiere en esta vida ser rico, inteligente, exitoso, hay que ser de derecha, la única verdad es la realidad. Y te lo digo yo, que a mí nadie me adoctrina ni me dice qué pensar, ni a qué banderazo ir, ni a quién dejar gobernar. Que justo coincida siempre con la bajada de línea de TN es mera casualidad»
Cómo les incomoda cuando en un acto patrio un docente agarra el micrófono y usa la palabra independencia, o libertad, o revolución. Pero no las dice como si estuvieran huecas, como si no valieran nada, como si se tratara de otro discurso de ocasión. Las nombra como quien se atreve a compartir algo que de verdad importa, como si no entendiera que se trata de pasado pisado, que nomás por burocracia estamos obligados a recordar.
¡Cómo quisieran que la negra mazamorrera, con sus cachetes de corcho quemado, venda por siempre contenta sus masas caseras! Y que no aprenda la letra del himno, que no cante a grito pelado, alzando las banderas, por ver en trono a la noble igualdad.
Que no se junte en la plaza con otros negros sin saco, a grafitear el cabildo, a corearle a los señores de galera que quieren saber de qué se trata. Que no se le ocurra repartir escarapelas, y con ellas las armas para sublevarse contra un imperio que se lleva el oro y nos deja las miserias.
Que la historia sea un cuento de hadas, donde las sirvientas sueñan ser rescatadas por príncipes de ojos azules. Nada de colonias o de pueblos rebeldes, sin racismo ni luchas de clases. ¿Para qué la violencia, los malos modos, si con diálogo y república la gente se entiende, mientras amo y esclavo conviven en paz?
Cómo les duele que haya universidades por todos lados. Que entonces los pobres lleguen a la universidad, y de repente uno los vea hasta dando clases en una escuela. Un espanto, qué degradación, ¡cualquiera es un doctor!
Cómo les jode que la educación pública no ponga a tantos fracasados en su justo lugar. No les explique claramente, no les convenza, de que para eso que se enseña en la escuela a ellos no les da la cabeza, si ni comprenden los textos. Para que este mundo funcione lo que hace falta es que aprendan a agacharla, a agradecerle eternamente al primero que les dé un laburo, aunque sea sin aportes jubilatorios ni obra social.
«Se están perdiendo los valores, ¿a dónde vamos a ir a parar si a todos siempre se les da una nueva oportunidad, y nunca se condena al que no las supo aprovechar? Después se creen con derecho a opinar, a tener lo que comer, hasta a decidir los destinos de la patria. ¿Es justo eso para los que sí se esfuerzan, para los que se rompen el lomo manteniendo a los vagos, que no haya ninguna jerarquía, que el voto de todos valga por igual?»
No soportan una escuela que pierde el tiempo con los incorregibles, los inútiles, los imbancables, los retrasados, los para qué hacerse mala sangre si ya están perdidos, si mirá de dónde vienen, más que esto no les podés pedir.
Una escuela que sigue creyendo en ellos, ellas y elles, por quienes nadie da nada: ni el mercado, ni el gobierno, ni sus padres muchísimas veces. A pesar de que no le embocan ni a una tilde, del boletín repleto de aún no satisfactorios o como sea que le digan ahora, de las inasistencias que se acumulan, contra toda evidencia medible.
Una escuela que no le haga la cabeza a la vagancia, que no la sermonee desde arriba, con desprecio, como si ya lo supiera todo. Que les extienda la mano anhelando que se agarren del codo. Que tiene claro que poco crece sin esfuerzo, pero que ni a palos el mérito explica cómo terminamos siendo tan desiguales.
Porque la meritocracia es un verso sin sustento histórico alguno, inventado por quienes necesitan que parezca un fracaso lo que es un choreo, y así presentar como derechos ganados, legítimos, sus exclusivos privilegios. El crimen perfecto: llamar libertad al disfrutar sin límite de aquello que a los demás nos privan, nos niegan. Llamar dictadura a quienes les impongan compartir con todes lo que de todes es.
No comprenden una escuela donde equivocarse no merezca castigo, ni sea una vergüenza que se esconde para que no te traten de tonto los demás. Que el error abra la oportunidad de replanteos, aunque transformarnos a veces nos cueste, nos duela. Que sirva para aprender lo suficiente y volver a intentarlo, sin repetir aquello que nos llevó a donde no queríamos llegar.
Y si eso se traduce como dejar una carrera por la mitad, ¿cuál es? Cambiar de ideas, de proyectos, eso no es fracasar. La experiencia deja huellas en tu manera de andar aunque ningún certificado lo demuestre.
Fracaso sería no darle cabida al deseo, quedar presos de algún mandato o de un sistema que tememos enfrentar. Porque ojo, que graduarse no es garantía de éxito, ni siquiera de haber aprendido cosas buenas.
A no confundir formación con un pedazo de papel, que será lindo para decorar paredes, para cultivar orgullo y prestigio, para engrosar el currículum, pero tampoco la pavada de creer que sin eso no sos alguien, no estás capacitado, no sabés o no pensás. Hay vida más allá del título en trámite, aunque los nomencladores no lo sepan reconocer.
Cómo se siente el miedo que le tienen a la palabra militancia, a que eso se cuele en las aulas y les lave el cerebro a sus hijos. Que, por supuesto, sólo pueden pensar lo que a sus padres les parezca conveniente que piensen. «¡Que no penetre en la escuela aquello que se debate en la comunidad! La política es charla de grandes y nunca termina bien, divide familias, ¡no permitamos que los contamine!»
Está claro que el mejor método para construir democracia es censurando la posibilidad de hablar de ciertas cosas. «Para cuidar a los chicos, que son tan inocentes, tan influenciables, tan cabezas huecas que cualquiera podría llenar con herejías»
Enseñar a pensar sería lo opuesto a militar en la escuela. Porque claro, nadie que pensara, nadie de alta cultura, sería “de izquierda”. Naturalmente, quien sabe pensar correctamente y sin imposiciones, debe concluir que el capitalismo es eterno, el sistema que más progresos trajo a la humanidad, al menos el mal menor ante la ausencia de mejores opciones.
Cómo les preocupa que estudiando en los institutos y facultades los pobres (y los hijos de trabajadores, de las clases medias no tan pobres) conozcan las ideas de izquierda, y les gusten. Les ayuden a comprender dónde están parados, a interpretar la realidad – pero también a transformarla.
No hay gente que piense menos que aquella a la que no se le ocurre sospechar que estamos siendo pensados, que ninguna idea nace en nosotros de la nada, ni es puramente nuestra. No hay peor posicionamiento ideológico que el incapaz de reconocerse a sí mismo como tal.
El que confunde neutralidad con no asumir una posición, como si eso te mantuviera por encima de todo, te absolviera de responsabilidades, en lugar de colocarte a favor del bando ganador. El que creyéndose libre de influencias no para de repetir las ideas que escuchó por ahí y nunca se detuvo a problematizar, a chequear, a considerar otras fuentes, a descubrir los intereses ocultos de quienes las sostienen.
Flashan que la militancia es cosa de fanáticos que no piensan, pero son capaces al mismo tiempo de marcarte lo que tenés que pensar. Así definen a la militancia quienes no la comprenden, quienes ni intentaron hacerlo.
Si supieran como sabemos les militantes de la potencia que guardan las preguntas curiosas, sobre el mundo y sus misterios, sobre la sociedad y sus órdenes de injusticia. Milita quien dialoga, quien invita a moverse hasta sentir las cadenas. Milita quien cuestiona condenas, quien enfrenta mandatos, quienes convocan a la solidaridad y el deseo, quienes no optan por la cruel indiferencia.
La militancia es la confianza, la convicción, de saber que la realidad puede ser diferente de lo que está siendo, que de nosotres también depende que pueda cambiar para mejor. A veces va acompañada de broncas, también de alegrías
A la militancia la detestan, y les asusta, por sus virtudes, no por sus defectos. Prefieren desde siempre que las maestras, en vez de compromiso político, consciente y militante, lo que tengan sea vocación.
Que no terminen siendo maestras por descarte, porque el tren de estudiar lo que les gusta ya pasó. Y ahora deban resignarse a un oficio que esté a su alcance, a una carrera facilonga que tenga salida laboral. Total, sobre cuidar niños toda mujer algo sabe.
Docentes con vocación, que no la confundan con un trabajo. Que amen la enseñanza al punto de no importarles los necesarios sacrificios: una paga miserable, que obliga a trabajar varios turnos, sin contar el tiempo que lleve planificar y coordinar. Edificios en los que cada dos por tres llueve adentro, las paredes rayadas, los bancos que se amontonan.
«Pero lo importante es que, pase lo que pase, nunca tomen de rehenes a los chicos. Preocuparse solo por lo propio, no abusar de las licencias, ir a los banderazos a defender la república, pero no meterse nunca en política»
¿De verdad pretenden “enseñar a pensar” delatando a quienes planteen alguna idea distinta a la que una ministra prefiera escuchar? Si esa obediencia no es militar en el peor de los sentidos, ¿entonces qué es?
Una ministra que les habla a los padres como mamá que también tiene miedo de denunciar cuando se entera que adoctrinan a su hijo. Pero que está dispuesta a ejercer su autoridad, y amenaza con hacerlo, porque con los chicos no. Entonces pide aprovechar esta inédita “oportunidad” de vigilar lo que hacen sus hijos en las clases virtuales, lo que hacen con ellos sus docentes más bien.
Alienta a que le den motivos para sumariar a quienes corresponda, o sea a quienes se salgan del guión que como ministra le gustaría imponer. Como si no fuera uno de los grandes aportes de la escuela la posibilidad de que los pibes y pibas encuentren un espacio con lógicas, con discursos, diferentes a los del núcleo familiar. Como si fueran las familias el único ámbito que los supiera proteger.
La delación es el consejo de mamá ministra para mejorar la calidad educativa. Con los docentes, por supuesto, no habla, a lo sumo les manda un mail donde no se disculpa y reitera lo dicho. Como docente, por supuesto, no podría ni hablar, si nunca pisó un aula, si no tiene idea de lo que es. Cayó en el ministerio como macrista que cae en la escuela pública, y descubre que en ese mundo no está permitido comprar el título, ni mandar como patrón de estancia.
Cómo se nota, ella que tan clara la tiene cuando habla de formar docentes, que ni sabe a quiénes cita, que de teorías educativas no ubica ni el índice. Como mucho, habrá leído la “Carta abierta a los padres argentinos”, publicada en el `76 por la Revista Gente. O algún documento aburrido del Banco Mundial, donde obviamente recomiendan multiplicar negocios y ajustar.
Se nota cuando enuncia al fracaso como un tema personal, sin una mínima referencia al contexto social, institucional. Se nota cuando afirma que hay edades donde ya no tendría sentido seguir pensando en estudiar, en volver a intentarlo: solo queda lavar los pisos de la señora Soledad como meta en la vida.
Se nota mucho en cómo piensa la relación entre educación y política, resucitando discusiones que atrasan setenta años. Sobre todos estos temas hay pilas de fotocopias, de bibliografía académica, que si hubiera estudiado para su cargo, debería al menos haber repasado una vez, y ni las toca de oído.
En un momento hasta habla de bajo capital cultural. No existe el bajo capital cultural, porque no existe una escala objetiva, neutral, capaz de ordenar de menor a mayor, de jerarquizar, la totalidad de la cultura humana.
Cuando Bourdieu y Passeron comparten ese concepto, no hablan de bajo y alto, de mucho o poco. De hecho es una noción que específicamente producen para problematizar la manera de pensar de la ministra. Plantean claramente que “el valor de la cultura” se trata de un tema arbitrario, atravesado, embarrado, por una disputa de intereses en el plano simbólico de las relaciones sociales.
Si estadísticamente los hijos de sectores empobrecidos fracasan más en la escuela, no es porque tengan “bajo” capital cultural. Es probable que el niño a quien le leen cuentos en casa desde chiquito tenga alguna ventaja en la escuela con respecto a quien es criado por mapadres analfabetos. Le es más “natural” adquirir el “capital cultural” que institucionalmente se valora.
Pero eso también es porque en la escuela se valoran saberes, maneras, que son propios de una clase social. Si la escuela juzgara la inteligencia y capacidad de sus estudiantes llevándonos al campo a cazar perdices, los fracasados seríamos otres.
Por lo tanto esa valoración es arbitraria, es una valoración que se impone, ese es el planteo inescindible del concepto de capital cultural. En su pretensión de transmitir ciertos contenidos culturales, ciertos hábitos sociales, olvidando cuando no desprestigiando otros, la escuela adoctrina. Con independencia de si te obligan o no a escribir en tu cuaderno que “Perón y Evita te aman”.
Se ve que en esas universidades tan caras apenas les enseñan a generar grietas donde no las hay. A disimular la desinversión educativa señalando como responsables del fracaso en las escuelas a las víctimas de las pésimas condiciones laborales, a quienes le ponen el cuerpo al encuentro con esos pibes y pibas que llegan golpeados por la pobreza, que no para de aumentar.
¿Hasta cuándo seguiremos financiando con dinero del pueblo esa educación que te cobra una cuota en la puerta de entrada, en vez de invertirlo todo en las escuelas a las que puedan ir y aprender todos, todas y todes, sin discriminación?
Cómo les asusta que tantas familias, en lugar de denunciar a sus maestras, se unan a sus luchas, que son las de esas familias también. Cómo les inquieta que las escuelas sean de todes, se pinten de pueblo, de mulato, de obrero. Que allí no rija la obediencia debida, sino la educación popular. Y no digo que efectivamente así de rebeldes sean nuestras escuelas, en realidad y lo celebro, son ámbitos muy plurales, con muchos debates por dar.
Pero ahora, que para manipular a la población educa más bien la tele, que ya les es suficiente con las paparruchadas de las redes. Ahora que el plan es convertir a los ministerios de educación en una gerencia de recursos humanos para gusto empresarial.
Ahora que sería un negoción que los dejen vender cursitos, jugando con la ilusión del salvarse solos, de ser más emprendedores y competitivos. Lucrando con la promesa de conseguir algún laburito estable en un mercado capitalista donde cada vez sobramos más.
Ahora que quieren ir desarmando este vetusto proyecto liberal del siglo XIX, esta máquina gigante de control social que costosamente llegó a cada rincón de la patria. Creada para disciplinar insolencias, para domesticar animales salvajes, para civilizar a la barbarie, para que gauchos e inmigrantes aprendan desde pequeños a respetar a la autoridá.
Ahora que quieren deshacerse de la escuela porque ya no les funciona ni les sirve, porque el experimento de dominación se les fue de las manos. Porque gran parte del pueblo se tomó en serio el chamuyo de que mediante la educación se podría acceder a lo que nunca estuvo en los planes ceder.
Y depositan allí esperanzas de cambiar sus destinos, encuentran ahí argumentos para que nadie les falte el respeto o les haga callar, fuerzas para exigir ser tratados como personas dignas y no como esclavos obedientes, como basura descartable.
Ahora que sí nos ven, contra el autoritarismo de quienes gobiernan, defendemos la educación pública, construyamos la educación popular.