Por Rodolfo Rozengardt
Demasiadas malas noticias provienen estos tiempos del ambiente del rugby en la Argentina. Escuchamos opiniones diversas. ¿El problema es el rugby o casualmente allí se juntan quienes provocan esas situaciones?
En el ambiente del rugby circula como aforismo que se trata de un deporte de animales practicado por caballeros, mientras el fútbol es un deporte de caballeros practicado por animales. Tiene lógica. Dos hermanos separados al nacer que toman rumbos diferentes. La semilla es la misma y germinan en el mismo sitio. Veamos.
Los juegos de pelota se remontan a la historia antigua. En la Europa medieval, en particular en las islas británicas, como herencia de los conquistadores romanos, se jugaban unos juegos violentos y descontrolados en que un objeto era trasladado con diferente suerte para convertir y ganar un desafío.
Era parte del patrimonio cultural del pueblo que, merced a la racionalización y a la escalada en la explotación obrera que significó la revolución industrial, no podía ser practicado ni evolucionado por sus protagonistas.
A principios del siglo XIX, las escuelas inglesas fueron un laboratorio en que se recrearon esos juegos y se le dio acta de nacimiento a varias disciplinas deportivas. El fútbol y el rugby no se diferenciaban al comienzo. Usar las manos o los pies era parte del mismo juego.
¿Quiénes iban a esas escuelas? Los varones de los sectores acomodados, en particular la nobleza o aristocracia tradicional y cada vez más, los hijos de los burgueses empresarios que disputaban el poder económico y político. Un poco por esnobismo, por aburrimiento, por desafiar a la autoridad de los maestros y mostrarse superiores entre ellos, estos hijos del poder, adoptaron el juego de pelota al pie (foot-ball) sin precisiones acerca del uso de las manos, sin límites espaciales o temporales, ni de la agresión permitida. Para algunos, significó la posibilidad de mostrar superioridad en el terreno de la fuerza y la destreza “físicas”, al no poder competir en la formación intelectual o artística.
Los gobernantes, que habían tratado de prohibir los juegos populares durante siglos, vieron en el cambio de protagonistas una gran oportunidad. Comienzan a utilizarlos como instrumento para disciplinar a los estudiantes y, simultáneamente, poner a prueba los mecanismos de sometimiento útiles para formar los futuros oficiales del Imperio Inglés en las colonias.
De ese modo, se instaló una fábrica de sujetos disciplinados y disciplinadores, que aprendieron a respetar las reglas y a dominar a los demás y a sí mismos en el marco de esas reglas. Se trataba de varones de sectores privilegiados, que debían combatir entre ellos, respetar al rival porque es un igual, a la vez de mostrarse como el mejor representante de lo masculino (fuerte, valiente, autocontrolado). El foot ball/rugby era un juego de caballeros jugado por caballeros.
Todo esto llevó medio siglo. Pasado ese período, comenzaron a distanciarse dos formas de jugar, en lo que se llamó el “soccer” (association football) en el que se limitó el uso de las manos, del “rugger” (Rugby football, por el nombre de la escuela donde se jugaba en un principio, al conservar el nombre tal vez se mostrara el espíritu más conservador).
Ambas prácticas se reglamentan, se forman sus federaciones, se extienden las ligas y los equipos competitivos. El rugby mantiene la selección social originaria, en cambio el soccer comienza un período de extensión o regreso a los sectores populares. El año 1883 es emblemático, pues un equipo de obreros gana el torneo oficial por primera vez (puede verse esto en la serie de Netflix “Juego de caballeros”).
De la mano del profesionalismo y del mejoramiento de las condiciones de vida de los trabajadores, al calor de las luchas sindicales, el fútbol de los pies, que limita el choque físico y permite avanzar con un balón redondo hacia adelante, volverá a sus inventores. Este proceso se reitera en todo el mundo. Los ruggers seguirán siendo los privilegiados del poder.
Si bien, todos los deportes de esa época remiten a la construcción de la masculinidad dominante y a una puja social inacabada, puede afirmarse que el rugby continuó como un sitio especial para continuar desplegando esa “animalidad controlada”, mostrando la capacidad para el roce corporal, la resistencia, la superación de cualquier adversidad, la valentía “viril”, con completo autocontrol, respetando las reglas y al árbitro, porque el orden social no se cuestiona.
Todo ello, vendido como el valor caballeresco, un ejemplo para la Patria. El deporte (amateur) en “estado puro”. El movimiento que avanza hacia adelante ganando terreno pero pasando la pelota para atrás, necesitando del apoyo constante para poder conquistar las posiciones, se muestra como símbolo del autocontrol, dominio absoluto del terreno y sabiduría del caballero.
Así ha sido y mucho de esa construcción aún perdura. Las últimas décadas del siglo XX trajeron importantes cambios, con la complejización social, los cambios de valores que pasaron de los ideales aristocráticos a los mercantiles, la profesionalización generalizada en el alto rendimiento y el triunfo apabullante del fútbol en la popularidad planetaria.
En Europa, las versiones del rugby fueron cada vez más socialmente integradas. También los lenguajes y códigos del fútbol han penetrado los otros espacios deportivos (así como los políticos, los artísticos, entre otros). En Oceanía, el proceso social ha sido diferente.
En nuestras costas, ha costado un poco más, aunque también se han sentido los cambios. Hay muchas experiencias de este deporte animadas por otros públicos y con otros ideales. En algunos casos, personas con sensibilidad o espíritu caritativo, o ex jugadores con inquietudes sociales auténticas, han implementado proyectos con públicos con vulnerabilidades (marginados, pobres, personas privadas de libertad).
Tal vez, en algunos casos, animados por esos ideales caballerescos, considerando que la disciplina y el control son los valores adecuados para esas personas o sectores sociales vulnerables. O también por el alto grado de coordinación táctica y de preparación física que requiere la práctica. O por otros motivos.
Pero no es gratuito el cambio, para quienes se sienten los depositarios del ideal masculino y aristocrático. Y lo han hecho saber. Aquellos que crecieron en la visión tradicional, que a su vez pertenecen a los sectores que real o simbólicamente (aspiracionalmente) pertenecen a los circuitos del privilegio, seguramente resisten el sitio del juego de caballeros como refugio del poder simbólico y la formación de esos ideales propios, que debe mostrarse superior y distinto “a todo lo negro y lo puto”.
Sólo queda la pregunta y las hipótesis: ¿Cómo tramitan estos grupos los cambios sociales y deportivos? Seguramente de muchas maneras. Han trascendido algunas de las más violentas y odiosas para quienes nos identificamos con ideales populares y democráticos. El desprecio, la diferenciación y la agresión.
¿Es posible que estos grupos intransigentes mantengan (relativamente, pues también vemos agresión en los partidos) la disciplina y el autocontrol en el terreno de juego, pues allí continúan combatiendo con un igual, de acuerdo a los valores fundadores y esperan la ocasión para mostrar fuera de la cancha, a los otros, a “la negritud” que ellos siguen siendo los mejores?
Y allí, afuera, en la contienda real, el enemigo es eso otro a despreciar, no merece el autocontrol. No hay reglamentos. Las reglas las ponen, en definitiva, los dueños del poder.