En cada crisis, reaparece una pregunta: ¿por qué en un país que produce alimentos para 400 millones de personas, hay quiénes comen lo que se cae de la mesa? La pregunta incluye un mito. Argentina no produce tomate, carne, papa, pollo, manzana o leche para 400 millones de persona. Produce soja y los seres humanos no viven de soja. Salvo los dueños del capital financiero que invierten en pooles de siembra.
A pesar de ello, la pregunta tiene una respuesta, que está vedada en la escena pública. En Argentina hay hambre, porque su clase dominante, es esencialmente productora de alimentos destinados al mercado mundial. Esa determinación es la columna vertebral de los 213 años de historia del país. Una clase dominante que para maximizar su negocio, necesita que en el país se coma lo menos posible. O en su defecto -lo que es lo mismo- que un kilo de harina se pague en Buenos Aires, lo mismo que en París.
Trampa de la economía –que siempre es política- si esos valores están alineados, se traba buena parte de las demás actividades productivas y deja de ser rentable la producción de tuercas, zapatillas o remeras. Por esa vía se llega al país soñado por la oligarquía: que en la tierra que produce alimentos para 400 millones, no coman más de 30. Y menos también. En 1977, el economista Aldo Ferrer calculó, que según el modelo socio-económico implantado, al país le sobraban 15 millones de habitantes. Actualizado, el sobrante humano para el modelo de negocios, supera los 27 millones.
Entre los dos polos de la ecuación, hay que elegir el punto arquimédico: si queremos conservar ese modelo de negocios cada vez mas personas vivirán en la marginalidad. Si queremos solucionar la marginalidad, hay que modificar la estructura productiva del país.
El sueño húmedo que comparten la oligarquia terrateniente, el gran capital nacional y el capital financiero internacional, tiene esa pesadilla, ¿que hacer con ese sobrante? Hasta 2020, en el país había 4000 villas miserias, de las cuales 2000 fueron creadas después del 2000, y 1000 despues del 2010. En tiempos de vacas no tan flacas, el sistema tiene una respuesta avalada por los propios organismos financieros internacionales, entregar asistencia social, redistribuir una parte ínfima del ingreso a través del estado, de manera que esa marea humana se mantenga dócil, no se organice de manera autónoma, vote eligiendo en el menú preestablecido y no perturbe el modelo de negocios.
Esa ingenieria social tambalea, cuando las vacas adelgazan. En ese momento la necesidad de asistencia social se contrapone a otras necesidades mas gratas a los factores de poder como es el pago de sus acreencias por parte del estado argentino. Cuando eso ocurre, la marea humana sobrante, asoma en el horizonte como un espectro amenazante, afeando la ciudad con su presencia, durmiendo en cualquier esquina o en el caso de los mas lanzados, afectando la sagrada propiedad privada.
Para conjurar esa realidad, la clase dominante desarrolló un modo de vida espacialmente segregado, que le permite vivir la fantasia, de que eso no existe en su cotidianeidad. Así frente a la proliferación de quienes buscan lo que se cae de la mesa, los dueños de la mesa y benefactores del banquete, respondieron mudándose a los más de 1000 barrios privados que surgieron en las últimas 3 décadas en la provincia de Buenos Aires.
La solución geográfica tiene un límite, no es una respuesta social, económica ni política; el problema permanece pero lo pateamos debajo de la alfombra. Lo conjurado sigue allí, mantiene su existencia espectral y amenazante; y aún negado y manipulado, es un peso muerto sobre los hombros del país que deforma toda la realidad, también la de quienes se aislaron detrás de un muro.
Entre sacrificar el modelo de negocios para redimir esa marea humana, o sacrificar a esa marea humana para mantener el modelo de negocios, los sectores dominantes eligieron hace muchas décadas, de manera acorde con sus intereses objetivos, que prefieren conservar su modelo de negocios. El sobrante de población humana es una externalidad tolerable. El problema para quienes abogan por la respuesta inversa y quieren modificar el perfil productivo del país, es que además de tener un programa alternativo y una forma de concretarlo, es necesario constituir la fuerza política –fuerza política, que es mucho más que un partido electoral- para llevarlo adelante.
La sumatoria de fuerzas necesaria para realizar esa tarea es gigante, porque cuando una iniciativa de ese tipo se pone en marcha, los sectores dominantes desatan una guerra social destinada a demostrar que cualquier alternativa es peor. Esa guerra social tiene desde su óptica, la mayor de las importancias porque tiene una carácter de profecía autocumplida. Nunca sabremos si ese plan alternativo era mejor en sí mismo, porque la aplicación que conoceremos será mediada por esa guerra social, que hará que todo sea peor. Así, en su propaganda, todo lo malo que sobrevenga, no será por la guerra desatada, sino por culpa del socialismo o del populismo según el caso. Cosechar los frutos, es decir, llegar a un estadío donde algo sea mejor, presupone atravesar ese desierto. Y ganar.
Si no tendremos resultados a corto plazo, el factor determinante para poder hacerlo está en otro lado. ¿Dónde? En que hace falta un alto grado de conciencia y de cohesión para atravesar el desierto con viento en contra. Eso lleva al primer plano el rol de una dirección política legitimada, creíble, preclara, en capacidad de explicar esos procesos y de que una mayoria del pueblo lo comprenda, y se auto-organice para lograrlo. Es esencial entonces, que la propia dirección comprenda que para realizar las transformaciones, hay una guerra social de por medio, y que para ganarla necesita una fuerza social semejante.
Tenemos el más grave de los problemas cuando desde la propia dirección, no se comprende que hay una guerra, no se organiza esa fuerza social, no se intenta propagar la conciencia de la necesidad de ese combate, y para sumar mas adversidades, esa dirección presenta márgenes de legitimidad escasos, carece de autoridad y tiene dificultades para mostrarse como representante genuino de las banderas que enarbola. Cuando alguien dice que el capitalismo es consumo y que eso es bárbaro; cuando alguien dice que la guerra con Clarín terminó; cuando alguien dice que lo nuestro es la armonía del capital y el trabajo, no está expresando una opinión y nada más. Esta confundiendo a los propios, está sembrando inconciencia y amasando desorganización; está promoviendo disvalores y preparando el terreno, para que cuando el enemigo avance, lo haga sin resistencia. Cuando alguien dice esas cosas, y tantas otras dichas en estos años, aunque no lo quiera, está preparando una derrota futura.
El enemigo hace lo contrario (como dijo el inversionista Warren Buffet, “Hay una guerra de clases, de acuerdo, pero es la mía, la de los ricos, la que está haciendo esa guerra, y vamos ganando”), tiene conciencia de clase e intenta convencer a otras clases de que asuman sus valores y sus ideas, sabe con claridad cual es su tarea, tiene un discurso público para legitimarse pero sabe que ese discurso público no es más que guerra psicológica destinada a confundir a sus enemigos. Por eso mientras dice “dialogo” y dice “consenso” empuña las armas y no deja de preparar su ejército. Además se pertrechó con todo el arsenal necesario, tiene todo tipo de organizaciones, desde partidos políticos y cámaras empresariales hasta universidades y think tanks; tienen instituciones financieras para disparar corridas, controla los precios porque es dueña de los medios de producción, tiene medios de comunicación para difundir sus ideas, disfamar a sus enemigos, clarificar a los propios y confundir a los ajenos. Hay que felicitarlos tienen conciencia de clase y organización.
Cuando esas dos situaciones ocurren, cuando una dirección responsable prepara su ejército durante dos décadas –pacientemente- para la guerra que sabe que llegará, mientras otra omite su resposanbilidad sin siquiera ser conciente de ella, igualmente hay guerra, pero solo un bando la pelea. En esa situación el ejército enemigo avanza sin ninguna resistencia, tomando todas las posiciones saqueando todos los recursos, ganando todas las subjetividades, sembrando en ellas las conciencia inversa a la que necesitamos para salir de la grave situación en la que nos encontramos.
Los argentinos padecemos el avance descontrolado de un ejército depredador. Subsidiamos a los más ricos para que entreguen los dólares que están obligados a liquidar; se llevan el litio y nos dejan 3% de regalías, presentan una demanda en Nueva York y amenanzan con quedarse gratis con el segundo yacimiento de shale gas mas grande el mundo; refinancian una deuda mediante la cual se llevan los dólares que entran por el comercio exterior; nos prohíben que traigamos al país socios de otras latitudes y todas las semanas les imploramos que nos entreguen un puñado de dólares y cada vez nos responden imponiendo nuevas condiciones para hacerlo. Mientras eso ocurre un salario mínimo equivale hoy a un par de zapatillas de marca.
Si lo económico no es bastante, el pliego también tiene condiciones geopolíticas. Miramos impávidos, sin reacción, sin siquiera mencionarlo, como Estados Unidos actúa en Argentina preparando a nuestro país para una guerra con China. Desfilan los funcionarios desde Washington, para decirnos que en el Río Paraná no puede haber empresas chinas ni tampoco en el Puerto de Usuhaia; nos prohíben otorgar el 5G a Hawei, nos indican que aviones debe comprar la Fuerza Aérea y nos impiden hacer una nueva central nuclear.
El problema no son ellos, el problema son los nuestros que cuando le dicen dialogo lo creen -o actúan como si lo creyeran- que durante dos décadas y disponiendo de las palancas del estado no se prepararon para el combate, y peor, se convencieron – y nos quisieron convencer- de que ese combate ya no existe, de que es algo viejo, pasado de moda, de que acá es distinto, que acá no se puede, que no dan la relaciones de fuerzas y una larga lista de excusas similares. Solo hay tres conclusiones que se puede sacar: que los nuestros son muy tontos, que no son nuestros; o las dos cosas juntas. Cada uno elige. La respuesta a cual de esas tres opciones es la correcta, está en estudiar el devenir sociopolítico de la Argentina en los últimos 20 años.