EL EXTRAÑO MUNDO DE MILEI

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En su incansable raid por los medios de comunicación, el candidato de La Libertad Avanza va soltando definiciones constantemente para quien quiera escuchar. De sus últimas apariciones, la más popular ha sido la entrevista con Tucker Carlson, el experiodista estrella de la cadena FOX News. Una serie de pasajes nos dan un panorama de algunas definiciones más “ideológicas” que pintan el mundo del “paleolibertarianismo”, la síntesis libertario-conservadora de Murray Rothbard, en la que se referencia Javier Milei. Aquí un poco de Marx para cortar con tantos dislates.

La terrorífica idea de la “justicia social”

Una formulación de aquella entrevista condensa bastante el pensamiento de Milei. Allí señala la existencia de una idea “terrorífica en términos de funcionamiento del sistema económico, la idea que donde hay una necesidad nace un derecho”. La explicación sería la siguiente:

“Eso es un problema porque las necesidades son infinitas y los derechos alguien los tiene que pagar. El problema es que los recursos son finitos entonces frente a la situación de necesidades infinitas y recursos finitos aparece un conflicto. Los liberales ese conflicto lo resolvemos fácilmente con libertad de precios y propiedad privada, y eso es lo que genera el mecanismo de coordinación para resolver esta tensión en la sociedad. Sin embargo, esa idea de la mano invisible a los socialistas no les gusta y ellos prefieren la garra del Estado. Básicamente la esconden detrás de la idea de la justicia social donde la justicia social es profundamente injusta porque implica un trato desigual frente a la ley precedido por un robo.”

Para entender todo esto, hay que sumergirse en el extraño mundo de Milei donde serían socialistas desde Larreta hasta Joe Biden. Todo aquel que plantee aunque sea una mínima regulación estatal entraría en la categoría de “socialista”, por ende, la idea de “justicia social” también, aunque en realidad refiera a una forma de redistribución del ingreso que, incluso cuando va más allá del mero discurso, siempre palidece frente a las ganancias de los capitalistas. El relato no tiene desperdicio. Pero vamos por partes.

La clase capitalista es la que roba el trabajo ajeno

Milei hace la siguiente definición: “la justicia social es robarle el fruto de su trabajo a una persona y dárselo a otra”. Si robar el fruto del trabajo ajeno fuera la definición de justicia social, entonces el capitalismo sería el sistema con más justicia social de la historia, claro que en beneficio de los capitalistas. Se suele decir que los empresarios son los que “dan trabajo” pero justamente lo que hacen es robarlo “legalmente”. El capitalista compra la fuerza de trabajo, la capacidad de producir, de un trabajador o una trabajadora por un determinado tiempo, lo que dura la jornada laboral. Pero resulta que el valor que produce esa fuerza de trabajo, pongámosle durante 8 horas, es superior a su valor expresado en el salario. En la apropiación de ese trabajo no pago que Marx llamaba “plusvalía” está el secreto de la ganancia capitalista. Es lo que hace que cuando el capitalista vende sus mercancías en el mercado, lo pueda hacer por un valor mayor al que le costó poner en movimiento los medios de producción, las materias primas y la fuerza de trabajo.

En Argentina, la magnitud aproximada de este robo legalizado se puede ver aproximadamente en números concretos. Como analiza Pablo Anino para 2021, en el sector privado los números macroeconómicos indican que, luego de haber deducido todos los otros costos de producción, el trabajo pago mediante los salarios representó el 39 % del total de la jornada laboral y el trabajo no pago (el que se queda el empresario) constituyó el 61 % restante. En términos anualizados, cada puesto de trabajo reportó $732 mil a las ganancias empresarias. Esto es lo que, en promedio, la clase capitalista se apropió, le robó a cada trabajador. Por cada $1 pagado por salario obtuvo $1,6 de ganancia. Desde 2016, la clase capitalista mejoró esta relación: el primer salto se observa con el regreso del FMI de la mano de Mauricio Macri en 2018; el segundo durante 2021 con el gobierno de Alberto Fernández.

Ese robo no podría garantizarse sin el Estado capitalista

El discurso de Milei ataca con especial dedicación aquellas funciones universales necesarias para la reproducción social que realiza el Estado, relacionadas con derechos conquistados por las mayorías trabajadoras. Así, la “vaucherización” de la educación pública no es más que la privatización de la educación siguiendo el modelo que impuso la dictadura chilena de Pinochet; el “seguro de salud” que propone tiene la misma lógica de financiar la demanda y privatizar la salud pública; la propuesta de reducir los aportes patronales apunta a desfinanciar aún más el sistema público de seguridad social y previsional; gran parte de sus planteos apuntan en el mismo sentido.

Ahora bien, por otro lado, el Estado como garante de aquella apropiación (legal) que realizan los capitalistas del trabajo ajeno para Milei aparece como algo sagrado. Aunque este mecanismo está oculto, nadie se deja robar sin coerción. Por eso cada trabajador y cada trabajadora tienen un arma cargada apuntándole a la cabeza. Es la del hambre y la miseria que amenaza a quienes no tienen nada más que vender en el mercado que su propia fuerza de trabajo. Según Milei, el problema es que la “justicia social” es profundamente injusta porque implica un trato desigual frente a la ley. Sin embargo, la igualdad formal ante la ley bajo el capitalismo es la sanción de una desigualdad real, la que divide la sociedad en propietarios y no-propietarios.

La gran operación ideológica de los capitalistas es decir que todos somos propietarios porque, por ejemplo, alguien tiene un auto, una moto, un celular y, en algunos casos, un lugar donde vivir. Pero lo que define a un propietario capitalista no es eso, sino que tiene un tipo de propiedad que no tiene ningún trabajador, a saber: la de los medios sociales de producción. El capitalista no solo es dueño de bienes de consumo personal, sino que es dueño de los medios que la sociedad necesita para producir sus medios de existencia, las fábricas, las maquinarias, las tierras, etc. Este tipo de propiedad privada (de los medios de producción) es la que sanciona como derecho sagrado la legislación del Estado capitalista, al tiempo que se vale del monopolio de la violencia legal para garantizarla.

Por ejemplo, Paolo Rocca es dueño, entre otras empresas, de Tenaris S.A., metalúrgica que hace, entre otras cosas, los tubos acero sin costura que se necesitan para la industria petrolera. Esa empresa tiene alrededor de 26 mil empleados. Sin todos esos trabajadores la empresa no podría funcionar. Sin embargo, esos 26 mil trabajadores tampoco podrían producir tubos de acero sin las fábricas y maquinaria propiedad de Tenaris. De esta forma Rocca monopoliza los medios que la sociedad necesita para producir un insumo estratégico, lo que le da la potestad de organizar el trabajo de otros y, en virtud de ello, robarles parte de su trabajo a sus 26 mil empleados. Gracias a ese robo –y el que hace a través de otras empresas de su grupo– es una de las personas más ricas del país, su grupo de empresas tiene ingresos por aproximadamente de 27.100 millones de dólares anuales y tiene un patrimonio personal de alrededor de 3.400 millones de dólares.

El Estado capitalista, a través del derecho de propiedad privada de los medios de producción, es el que garantiza que una industria estratégica como Tenaris, a pesar de ser eminentemente social, tenga un dueño privado y que, gracias a este “título” –no muy diferente a los títulos de nobleza– pueda apropiarse del trabajo ajeno. Hay un mito que dice que gente como Rocca, que es parte de la aristocracia capitalista, lo es porque se esforzó mucho y fue muy capaz. La realidad es que heredó la fortuna de su familia y que esta la logró gracias a los negociados con el Estado. Uno de los grandes saltos en la expansión del grupo Techint (dueño de Tenaris) fue durante la dictadura genocida, de la cual la familia Rocca fue entusiasta impulsora. Como retribución, la familia sumó, entre 1976 y 1980, nuevas empresas petroleras, de telecomunicaciones, mineras, metalúrgicas y constructoras. Otro gran salto lo tuvo en la década de 1990 gracias a las privatizaciones de Menem (compró SOMISA) y se constituyó como un supermonopolio en la siderurgia. Hasta el día de hoy se sigue beneficiando de los negocios privilegiados con el Estado, como mostró el gasoducto Néstor Kirchner.

La familia Rocca es solo un ejemplo ilustrativo de una clase dedicada al robo del trabajo ajeno y que se enriquece de la mano del Estado, que construyó sus fortunas con la dictadura, con las privatizaciones y con cada saqueo que sufrió el país, como la familia Macri, la familia Fortabat, los Perez Companc, los Blaquier y un puñado de familias que son las dueñas de los principales medios que necesita la sociedad para producir y reproducir su existencia, a los que hay que sumar, obviamente, los socios multinacionales y del capital financiero internacional que en Argentina tienen una gravitación determinante.

La clase trabajadora financia a los capitalistas

La realidad de la “libertad de precios” y la propiedad privada es muy diferente a como la pinta Milei. El engaño de este tipo de discursos consiste en decir que serían los propietarios los que financiarían las necesidades de “los pobres”, que hoy en la Argentina son más del 40% de la población. Pero es al revés.

¿Cómo financia la clase trabajadora a la burguesía? a) Como decíamos, el 61% de lo que produce en una jornada laboral cada trabajador y trabajadora se lo roba el capitalista; b) Del 39% restante, que es el salario, un tercio o más –en promedio, en algunas provincias puede llegar al 50%– se destina a pagar un alquiler, que es una especie de tributo que tienen que entregar a los propietarios, por la escasez de vivienda, quienes carecen de ella; c) Posiblemente otra parte del salario en muchos casos se gaste en el pago de intereses de la tarjeta de crédito, que se encuentran por encima del 100% anual, y que engrosan las megaganancias de los bancos; d) Otra parte del salario va a financiar las ganancias de las concesionarias de los servicios públicos privatizados como con las tarifas de energía (tanto con el pago directo, como indirectamente con parte de los impuestos al consumo con los que financia al Estado que subsidia las ganancias).

Recién después de deducidos todos estos rubros que van al financiamiento de los capitalistas es que se puede llegar a adquirir las mercancías necesarias para poder vivir o sobrevivir y, en muchos casos, ni eso. Como si esto fuera poco, una serie de oligopolios concentran la producción de los bienes de consumo (3 empresas acaparan el 75% de la producción láctea; 3 concentran el 85% de la producción de bebidas sin Alcohol; otras 3, el 90% del mercado de bebidas sin alcohol; 3 empresas acaparan el rubro “aceites”; otras 3, el 76% del de “cuidado del hogar”; 2 el 80% del de hamburguesas; y así sucesivamente). Así, la “libertad de precios” que postula Milei como “solución” es, en realidad, el derecho de los pulpos capitalistas de poner los precios que se les dé la gana y así esquilmar nuevamente el bolsillo de las familias trabajadoras.

Los “derechos” de los capitalistas los pagan las mayorías trabajadoras

Todo derecho alguien lo tiene que pagar, dice Milei. Efectivamente. Pero acá de nuevo la pregunta es quiénes financian el presupuesto del Estado y quiénes se benefician más de él. En la lista de los “gastos” de nuestro trabajador promedio hay que agregar, que, con lo que resta del salario luego de las transferencias a los diferentes propietarios, la gran mayoría de las familias trabajadoras, destina lo que resta, casi en su totalidad, al consumo de bienes que pagan el IVA. Es decir, en este impuesto se va otro 21% adicional del salario, cuando no más por otros rubros. Según datos oficiales casi la mitad de los ingresos tributarios del Estado (alrededor del 45%) proviene de este impuesto al consumo, que recae sobre todo en los sectores populares.

¿Y por el lado de los capitalistas? Siguiendo el ejemplo de nuestro probo capitalista Paolo Rocca, desde hace década fue complejizando su entramado de sociedades para evadir impuestos hasta que en el 2001 desplazó su sede a Luxemburgo para utilizar la figura legal del “stichting”, conformando un tipo de fundación sin fines de lucro y con impuestos cero. Otro caso resonante en el último tiempo fue el de Marcos Galperin, dueño de Mercado Libre, que con objetivos similares se radicó en Uruguay. Se trata de prácticas corrientes de los capitalistas para evadir impuestos. En general, se realizan a través de la triangulación con paraísos fiscales. Como si esto fuera poco, en el presupuesto presentado por Massa en 2023, los capitalistas se llevaron el grueso de las exenciones impositivas equivalentes al 2,5% del PBI bajo el rubro “grupos empresarios y grandes firmas”, más que la suma de todo el gasto en programas sociales (1,8%) y AUH (0,5%). Para 2024, según el proyecto de presupuesto, aquel 2,5% pasará al 4,5%.

¿Para qué se usa el presupuesto? Del 20,3% del PBI que representa el presupuesto ejecutado de 2022, el 1,8% del PBI se destinó al pago de intereses de deuda pública. Para los próximos años, será mucho más, entre 2024 y 2032 los vencimientos de capital e intereses de deuda que tendrá el país con organismos internacionales de crédito y acreedores privados (es decir, sin contar la deuda intra sector público) rondarán los 18.000 millones de dólares de promedio anual. Algo así como si cada uno de los 45 millones de habitantes tuviera que pagar $296 mil pesos por año (al cambio actual) para cubrir una deuda que se utilizó, en buena medida, para financiar la fuga de capitales, los giros de utilidades de las multinacionales a las casas matrices o los pagos de deudas de empresas al exterior –que en muchos casos, involucran mecanismos de créditos dentro de un mismo grupo corporativo, es decir, un fraude–. También se usó para que las empresas importadoras puedan comprar insumos o “hacer que compran insumos” y beneficiarse, en ambos casos, con un dólar más barato y embolsarse la diferencia. Un 7,6% se destinó a jubilaciones, una parte corresponde a la “devolución” de los propios aportes que hicieron los trabajadores durante toda su vida y otra, no menor, es para llenar el hueco dejado por la evasión de las cargas previsionales que realizan masivamente las patronales contratando “en negro” y que desfinancia constantemente el sistema jubilatorio. El 2,6% se destinó a subsidios a energía, transporte, etc. que, en buena medida, van a engrosar las millonarias ganancias de los grupos capitalistas que manejan los servicios públicos. Y así podríamos seguir.

Es decir, la cuestión no es ni la educación ni la salud pública, que hoy por hoy están condenadas al vaciamiento presupuestario, ni, en general, que sobren derechos para las mayorías como sugiere Milei. Los capitalistas, como suelen hacer con sus empresas, una vez que sacaron sus ganancias se desentienden de la empresa quebrada y los perjudicados siempre son sus trabajadores. Con el Estado pasa lo mismo, se llevan los beneficios y, cada tantos años, cuando quiebra, la culpa es de los jubilados que ganan mucho, de las maestras, de empleados estatales o de quienes reciben un plan social. Los derechos alguien los paga, es cierto, pero es la clase trabajadora la que paga buena parte del “derecho” de los capitalistas a fugar dólares, a no pagar las cargas jubilatorias, a lucrar con los servicios públicos y un largo etcétera.

La “mano invisible” organiza la sociedad en función de las ganancias de los capitalistas

Milei se ha encargado de popularizar la vieja metáfora de la “mano invisible” de Adam Smith según la cual las fuerzas del mercado por sí mismas son capaces de autorregular la sociedad y asignar los recursos de manera óptima. Según este relato, el capitalista individual buscando maximizar su propio beneficio, más allá de sus propósitos, contribuiría de manera eficaz al beneficio de toda la sociedad. De allí la contraposición entre la virtuosa “mano invisible” y la “garra del Estado” que vendría a obstaculizarla. Lo cierto es que la “mano invisible” del mercado lleva a que cada vez los capitalistas sean más ricos y las grandes mayorías cada vez más pobres. Thomas Piketty, en su estudio sobre la desigualdad global, concluye que en más de 200 años de capitalismo la mitad más pobre de la sociedad nunca obtuvo más del 5 % del patrimonio nacional. Pero el problema no es solo ese, sino que, como demostró Marx, el capitalismo lleva a profundas crisis periódicas que destrozan las condiciones de vida de las mayorías, algo que sabemos muy bien en la Argentina reciente después de las crisis del 1989 y del 2001.

Ante estas crisis, el Estado –que es de clase y responde, en primer lugar, a los intereses de los capitalistas– corre en su auxilio. La muestra más obscena de ello la dio la crisis internacional de 2008, donde Estados en todo el mundo regalaron miles de millones de dólares y euros a los bancos para salvarlos, luego de que estos especularan con el mercado de la vivienda popular dejando a miles de familias trabajadoras en la calle. A la hora de socializar las pérdidas desaparece la mano invisible y el Estado capitalista funciona como una especie de “socialismo de los ricos”. En Argentina, sin la estatización de las deudas de los principales grupos empresarios y bancos a la salida de la dictadura, sin el endeudamiento externo para conseguir dólares para fugarlos y protegerse en el exterior, sin las privatizaciones de los años 90, sin la “pesificación asimétrica” del 2002 que salvó a los bancos y expropió a los pequeños ahorristas, sin la licuación de los salarios de ese mismo año con la devaluación del 200%, sin todo este tipo de medidas, la mayoría de los grandes capitalistas que hoy son dueños del país difícilmente existirían como tales.

Frente a esto la idea de que “el Estado protege” en boca de Massa y Unión por la Patria, a amplios sectores populares les parece una tomada de pelo, con razón. En momentos de bonanza económica aquella tensión de la que habla Milei entre necesidades y derechos suele aplacarse, pero en momentos de crisis se exacerba. El Estado se endeudó para permitir las diferentes formas de fuga de capitales, toda la política económica actual está orientada a pagar la deuda y complacer al FMI, la inflación se come los ingresos de las grandes mayorías, casi la mitad de la clase trabajadora no tiene aportes jubilatorios, indemnización, aguinaldo, vacaciones, ART, la salud y educación públicas están condenadas a la degradación infinita. En una especie de juego de espejos Massa presenta esto como el Estado que protege a las mayorías, Milei lo aprovecha y toma esta premisa como válida para decir sobran derechos y hay que dejar actuar a la mano invisible del mercado.

Si entendemos la “justicia social” como algo más que una generalidad, lo primero que hay que decir es que es imposible bajo el capitalismo. No puede haber “justicia social” en tanto y en cuanto los capitalistas tengan la potestad de robar legalmente el fruto del trabajo de otros. En la imaginación de Milei la sociedad –si es que existe– consiste en una sumatoria de individuos que luchan por sus propios intereses, pero la realidad es que la sociedad se divide en clases sociales, donde las fundamentales bajo el capitalismo son la clase capitalista de los propietarios y la de quienes solo tiene para vender su fuerza de trabajo en el mercado, la clase trabajadora.

Los capitalistas, como propietarios privados de unos medios de producción –que por su esencia son sociales– expropian constantemente la potencia de la cooperación de millones de trabajadores. La mano invisible de la que habla Milei se reduce en buena medida a eso. No es el Estado capitalista lo que se le opone; como muestran especialmente las crisis, ambos se complementan. La cuestión pasa por poner en pie un Estado de otra clase, que responda a los intereses de la clase trabajadora y los sectores populares. Se trata de hacer consciente la interdependencia entre las personas, de hacer visible aquella cooperación que aparece como “espontánea” y que la “mano invisible” del mercado se encarga de ocultar. Es decir, planificar democráticamente la economía en función, no de la ganancia capitalista, sino de las necesidades de las grandes mayorías.

Las necesidades no son infinitas, el problema es el miserable concepto de riqueza que tienen los capitalistas

Las necesidades de la clase trabajadora no son “infinitas” como dice Milei, sino histórico-sociales, a diferencia de las de los capitalistas que acumulan riqueza muchas veces sin sentido; de ahí la superabundancia de capital ficticio y la especulación financiera, que hace que el stock de deuda global equivalga a dos veces y media el PBI mundial. Las necesidades de la clase trabajadora no son infinitas, en primer lugar, porque como recordaba Ernest Mandel ningún trabajador o trabajadora puede consumir un número ilimitado de bienes en el tiempo limitado que tiene de vida. Pero claro, hablar de “infinito” es una buena forma de dar a entender que nunca habrá suficiente para todos y entonces la miseria del capitalismo es lo mejor que la humanidad puede dar.

¿Por qué la asignación de recursos tiene que estar sujeta a la anarquía de la producción capitalista y al mercado que hacen, por ejemplo, que el 30% de los alimentos producidos a nivel global se tiren porque no encuentran compradores mientras que millones pasan hambre? ¿Por qué el problema de la asignación de recursos no puede ser solucionado democráticamente por la clase trabajadora, la verdadera clase productora, con la ayuda de las nuevas tecnologías? El problema es que para ello los medios de producción tendrían que ser arrancados de manos de los capitalistas para servir a las necesidades sociales y ello terminaría con sus privilegios como clase dominante. Privilegios que se basan en determinadas relaciones de propiedad y en el “robo del fruto del trabajo ajeno”.

Pero no solo las necesidades no son “infinitas” sino que el tiempo de trabajo como única medida de la riqueza no es más que una imposición miserable que se sostiene por la persistencia de la dominación capitalista. No hay nada de “inevitable” en la apropiación, en el robo, por el capital del tiempo disponible en forma de trabajo no pago. Tampoco hay nada “natural” en la producción de una población excedente, desocupada o subocupada, que ofrece tiempo de trabajo disponible como palanca para asegurar una oferta y demanda de fuerza de trabajo favorable (barata) al capital. La alternativa a esto, como decía Marx, pasa porque la masa de trabajadores se apropie ella misma de su propio trabajo excedente y lo convierta en “tiempo libre”, en tiempo de ocio, una palabra que, por obvias razones, la “ética” del capitalismo siempre buscó degradar pero que incluye –y de hecho es lo único que hace posible–, entre otras cosas, el desarrollo de la cultura, la ciencia y el arte e incluso el propio ejercicio democrático de la política para las y los trabajadores.

Un planteo como el del Frente de Izquierda de reducir la jornada de trabajo a 6 horas 5 días a la semana sin afectar el salario y repartir las horas de trabajo entre ocupados y desocupados es un primer paso en la perspectiva más general de reducir al mínimo el tiempo de trabajado como imposición. A nivel global esto nunca estuvo tan planteado desde el punto de vista del estado de la ciencia, la tecnología y del desarrollo del “general intellect”, del intelecto o conocimiento social general. Estos avances, arrancados del mando del capital, permitirían utilizar cada vez menos energías para producir lo que necesitamos para subsistir, hasta que la cantidad de tiempo que dedica cada individuo al trabajo como imposición represente una porción insignificante y así poder desplegar verdaderamente todas las capacidades humanas.

El socialismo se propone liberar las facultades creativas del ser humano de todas sus trabas

En la mencionada entrevista, Milei repite varias veces que el problema de la Argentina es que “lleva 100 años abrazando las ideas socialistas”. En otras entrevistas, durante esta campaña electoral, ha sido más preciso: 107 años exactamente. Es decir, desde 1916. El planteo es ridículo desde el punto de vista de la historia nacional, pero relevante en lo que nos dice del “ideal” mileísta. La añoranza por la “república oligárquica”, aquella del “voto cantado”, el fraude electoral masivo, la compra de votos, donde votaba un ínfimo porcentaje de la población y los dueños del país tenían el poder absoluto para dirigir los destinos nacionales, habiendo ya masacrado a los pueblos indígenas. Un país que era prácticamente parte del Imperio Británico. Donde la naciente clase trabajadora, mayormente inmigrante, carecía de cualquier derecho. Todo lo que pase este nivel para Milei sería “socialismo”. Pero no, lo que siguió fue capitalismo.

China también sería hoy socialista, pero tampoco. A pesar de que el partido gobernante sigue llamándose “comunista”, forman parte de él los burgueses más ricos del país, y sostiene un régimen autoritario para disciplinar a su enorme clase trabajadora en beneficio de las grandes empresas nacionales y extranjeras. Nada que ver con el comunismo. Tampoco lo fue la Venezuela chavista, a pesar de los roces que tuvo con el imperialismo norteamericano mantuvo las relaciones de propiedad capitalista y, durante los últimos años, con Maduro, está llevando adelante una política abiertamente neoliberal. Para hablar del “comunismo asesino”, Milei se para sobre toneladas de propaganda que se utilizaron durante las últimas décadas para identificar al “comunismo” como proyecto emancipatorio con las dictaduras burocráticas parasitarias de aquellos Estados donde la burguesía había sido expropiada de los medios de producción. Pero estas castas burocráticas fueron justamente las que restauraron el capitalismo en el esos países, empezando por Rusia y China.

Nunca es bueno hacer de la ignorancia virtud. La izquierda socialista en la Argentina representada por el Frente de Izquierda tiene sus raíces en la tradición del trotskismo. Su marca de origen fue la lucha sin cuartel contra aquellas burocracias, el combate por recuperar la democracia de los trabajadores en los Estados donde se había expropiado a los capitalistas, por extender la revolución socialista a nivel internacional y terminar, no solo con la explotación y la opresión que caracterizan al capitalismo sino con el propio Estado como institución situada por encima de la sociedad producto de la división entre las clases, así como con las guerras que trae aparejadas y que en el siglo XX, solo con la Primera y la Segunda guerras mundiales, le costaron a la humanidad más de 100 millones de vidas.

Solo hace falta algo de imaginación histórica para proyectar una idea aproximada de la potencialidad que tendría para liberar las facultades creadoras del ser humano y para conquistar una relación más armónica con la naturaleza, sacarse de encima las relaciones de producción capitalistas y su sed de ganancias, con el estado actual de desarrollo de la ciencia, de la tecnología y de las fuerzas productivas. Esto es lo que hace actual la perspectiva internacionalista de la revolución socialista y la construcción de un Estado propio de las trabajadoras y los trabajadores que arranque los medios de producción y de cambio de manos de los capitalistas, para poder, como decía Trotsky, liberar para siempre las facultades creadoras del ser humano de todas las trabas, limitaciones o dependencias humillantes. Este es el verdadero sentido del proyecto socialista.

Fuente: La Izquierda Diario

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