Siete prisiones perpetuas a los acusados por el secuestro a los hermanitos Ramírez, durante la dictadura militar.
El TOF 1 de La Plata condenó a seis policías bonaerenses –incluido Juan Miguel “Nazi” Wolk– y al exministro de Gobierno Jaime Lamont Smart a prisión perpetua. A la secretaria del Tribunal de Menores le dieron una pena de cinco años de prisión.
LOS CONDENADOS:
La perpetua fue impuesta al exministro de Gobierno bonaerense Jaime Smart y a los expolicías Juan Miguel Wolk, Roberto Guillermo Catinari, Héctor Raúl Francescangeli, Armando Antonio Calabró, Rubén Carlos Chávez y José Augusto López, según el veredicto leído por el presidente del Tribunal José Michilini.
Y un día el Poder Judicial se pareció un poco más a la justicia para los hermanos María, Carlos y Mariano Ramírez. Los tres sufrieron un operativo brutal en el que terminó asesinada su mamá y fueron alojados entre abril de 1977 y diciembre de 1983 en el Hogar Casa de Belén, donde fueron sometidos a todo tipo de padecimientos –incluidos los sexuales–. Cuatro décadas después, el Tribunal Oral Federal (TOF) 1 de La Plata condenó a prisión perpetua por estos hechos a seis policías bonaerenses y al exministro de Gobierno bonaerense Jaime Lamont Smart. Los jueces también encontraron culpable a la secretaria del Tribunal de Menores que internó y retuvo a los chicos en ese lugar, pese a los reclamos de su padre –un preso político– para que le devolvieran a su hija y a sus dos hijos.
La historia de la familia Ramírez empezó a escribirse en Paraguay a principios de la década de 1970 –en plena dictadura de Alfredo Stroessner. Allí, se conocieron Julio Ramírez y Vicenta Orrego Meza. Se casaron por civil y decidieron venir para Buenos Aires. Acá nacieron sus tres hijos: Carlos en 1971; María en 1972 y Mariano en 1974.
Julio y su compañera militaban en la Juventud Peronista (JP). A él lo secuestraron en diciembre de 1974 y, al tiempo, lo legalizaron. Vicenta –o “Chela”, como la conocían– se dedicó a sobrevivir con sus tres hijitos. A finales de 1976, se mudaron a una casita en la calle Nother del barrio San José de Almirante Brown. Le costaba pagar el alquiler y ya le había avisado a la dueña que iban a dejar el lugar.
El 15 de marzo de 1977, llegó una patota de la Brigada de Lanús –conocida como el Infierno por el centro clandestino que funcionó en esa dependencia– y abrió fuego contra la vivienda. Vicenta alcanzó a sacar a sus hijos. Les dio un beso y les pidió que se cuidaran. A ella la acribillaron. Lo mismo pasó con dos compañeros que estaban viviendo en la casa: José Luis Alvarenga y Maria Florencia Ruival. Los policías sacaron sus cuerpos en un carro. Los restos de Alvarenga y de Ruival fueron enterrados en el cementerio de Rafael Calzada.
Al día siguiente de esa masacre, los mismos hombres de la Brigada de Lanús se movilizaron hacia la zona de Llavallol. Llegaron hasta una casa prefabricada ubicada en Ascasubi y Camino de Cintura. Ahí vivía el médico Pedro Juan Berger con un matrimonio amigo –Narcisa Adelaida Encinas y Andrés Steketee–. No solo acribillaron a los tres ocupantes de la casa, sino que volaron la vivienda en su conjunto. El afán destructivo posiblemente tuviera una razón: Pedro era el padre de María Antonia Berger, la única mujer que sobrevivió la masacre de Trelew de 1972 y, por entonces, una de las militantes más buscadas por la dictadura –que terminó asesinándola más adelante–.
La historia no terminó con los operativos. Los hermanitos –que inicialmente se habían quedado con una familia vecina– terminaron en el Tribunal de Menores de Lomas de Zamora, que conducía la jueza Marta Delia Pons, una magistrada que hacía explícita su adhesión al “Proceso” y solía decirles a las Abuelas, con regocijo, que no iba a devolverles a sus nietos o nietas para evitar que crecieran en un hogar “subversivo”. Pons mandó a los tres chicos al Hogar Casa de Belén, que acababa de inaugurarse en una casita baja de la calle Pueyrredón al 1651, de Banfield. En esa institución –que dependía de la parroquia de la Sagrada Familia–, María, Carlos y Mariano vivieron un verdadero infierno. Ya no hubo juegos para ellos, sino sufrimientos: privaciones, golpes, penitencias –que incluían comer con los perros– y abusos sexuales.
En la Casa de Belén, dejaron de ser Ramírez. Pasaron a llamarse Maciel, el apellido de Manuel, el responsable de todo lo que sucedía en ese infierno con apariencia de hogar de niños. La jueza Pons –con la asistencia de funcionarios de su tribunal– impidió hasta diciembre de 1983 que Julio volviera a reunirse con sus hijos. Solo lograron torcerle el brazo los abogados del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) –con Emilio Mignone a la cabeza– que llevaron el caso hasta la Corte Suprema de Justicia.
Las responsabilidades
El Tribunal Oral Federal (TOF) 1 de La Plata –integrado por José Michilini, Andrés Basso y Nelson Jarazo– catalogó los hechos como crímenes de lesa humanidad cometidos en el marco del genocidio que implementó la última dictadura.
Por los dos operativos, el TOF condenó a seis policías bonaerenses a prisión perpetua. Cinco de ellos integraban la Brigada de Lanús. Llegaron a sus nombres por las felicitaciones que constaban en los legajos de dos efectivos. Los condenados fueron José Augusto López, Antonio Armando Calabró, Rubén Carlos Chávez, Roberto Guillermo Catinari y Héctor Raúl Francescangelli. A ellos se les suma Juan Miguel Wolk –conocido como el Nazi– y quien estaba a cargo de la Dirección de Investigaciones Zona Metropolitana. Para Wolk, que conoció las mieles de la fuga y de hacerse pasar por muerto, es su primera condena. Probablemente le espere otra en el Juicio de las Brigadas, donde debe responder por las desapariciones –entre otras– de los pibes de la Noche de los Lápices.
El TOF también condenó a prisión perpetua a “Jimmy” Smart –uno de los civiles más influyentes de la dictadura–, que escuchó la pena con gesto impávido desde su casa.
El impacto más fuerte fue cuando los jueces reconocieron la culpabilidad de Nora Susana Pellicer, por entonces secretaria del juzgado de Pons. A ella le dieron cinco años de prisión, pese a que la fiscalía había pedido una condena de 21 años de prisión.
“Los actos fueron gravísimos y permitieron lo que sucedió después, que fue el cambio absoluto de vida de Carlos, María y Mariano. Es fundamental que se la haya considerado partícipe necesaria. Nos parece que este fallo habilita a discutir las participaciones de otros funcionarios/as judiciales de acá en adelante porque quedó evidenciado que el rol de los secretarios/as en esa época era de mucho poder y de muchísimo protagonismo”, consideró la auxiliar fiscal Ana Oberlin.
La reparación
Pellicer es la única de las imputadas que llegó al juicio por lo padecido por los hermanitos Ramírez en el Hogar Casa de Belén. Tanto Pons como Maciel y su esposa, Dominga Vera, murieron o fueron corridos por enfermedad. Para que estos hechos no quedaran impunes, desde la fiscalía y las querellas –de la Secretaría de Derechos Humanos y particular– pidieron una declaración de verdad que acreditara lo sucedido, aunque no estuvieran en el banquillo quienes manejaron el hogar de niños.
El TOF reconoció que Carlos, María y Mariano fueron sometidos a condiciones inhumanas de vida y padecieron de manera sistemática y progresiva maltratos físicos, morales, psicológicos y abusos sexuales durante los casi siete años en los que estuvieron en el Hogar Casa de Belén.
“Estamos muy conformes porque los jueces evidentemente reconocieron la responsabilidad judicial en materia de apropiación que habíamos marcado desde la fiscalía y porque otorgaron medidas de reparación que, de alguna manera saldan, tantos años de falta de justicia y de demoras para hacer un juicio. A través del pedido de la declaración de verdad, el TOF encontró una respuesta que creo que fue bastante apegada a las expectativas que tenían las víctimas”, evaluó el auxiliar fiscal Juan Martín Nogueira.
Además, los jueces ordenaron enviar copia de la sentencia a los diarios Clarín, La Nación, La Unión, Crónica y La Prensa que presentaron los operativos como enfrentamientos y que la sentencia se traduzca al guaraní.
La reparación más sanadora será cuando la casa de la calle Pueyrredón al 1600 se convierta en un sitio de memoria. La fiscalía pidió que se desafecte el lugar –que aún está en funcionamiento– y se cree allí un espacio desde donde asegurar que nunca más otros niños o niñas padecerán lo que atravesaron los hermanitos Ramírez, que, pese al afán de la dictadura de borrar sus historias y sus identidades, estuvieron juntos –40 años después– en la sala de audiencias con su padre para alcanzar una cuota de justicia ante tanto sufrimiento.
El testimonio desgarrador de los hermanos Ramírez en el juicio
El dolor y la memoria no tienen fronteras ni idiomas. Desde Suecia, “su otro país”, durante tres largas audiencias del juicio que lleva adelante el Tribunal Oral Federal N°1 de La Plata por la causa “Hogar de Belén”, pudieron poner en palabras el horror que padecieron desde aquel último abrazo con Vicenta.
“Me acuerdo de haber sido rozado por un disparo el día del operativo”, dijo Carlos, mientras se tocaba la cicatriz a manera de certificar sus palabras. Mariano, el menor de los tres, no supo lo que sucedió aquel día, era apenas un bebé, pero María sí: “El 14 de marzo de 1977 nos despertamos de madrugada, estábamos rodeados, tiraban balas por toda la casa. Mamá puso un colchón en la ventana porque íbamos a salir por ahí. Antes de despedirnos, nos abrazó muy fuerte y muy largo:´yo los quiero muchísimo y cuídense entre ustedes´, y ese día fue el último abrazo. Nosotros salimos por la ventana y las balas seguían entrando. Ella nos salvó”.
Luego del operativo, y por decisión de la jueza Martha Pons, titular del Tribunal de Menores N°3 de Lomas de Zamora, los niños Ramírez fueron llevados al Hogar Casa de Belén, a cargo de Dominga y Manuel Maciel. Durante siete años de apropiación y secuestro, las torturas se volvieron un calvario cotidiano para los Ramírez y los otros niños que fueron llegando después.
“Robaba un pan antes de dormir, tenía mucha hambre. Me adapté a los abusos, al cambio de nombre, a comer con los perros. Me robaron el derecho de jugar, nos castigaban con cintos y palos. Yo quedé traumatizado, no pude hablar, llegaron a cortarme la lengua. Hasta el día de hoy tengo problemas. Me hacía caca en la escuela y me retaban”, contó Mariano.
María recordó el silencio que dominaba esa casa: “estaba prohibido hablar, solo ellos podían y si lo hacías te pegaban”. Y cuando los Maciel hablaban; golpeaban en lo más profundo como relató Mariano: “Dominga me pegaba con la percha, decía malas palabras de mis padres: que papá era terrorista, que mamá me había abandonado y era una prostituta”.
Este devenir del terror no solo era exclusividad del hogar. Por allí pasaron integrantes de la Iglesia, del Poder Judicial, militares, policías; todos los eslabones de un plan pensado para exterminar a toda una generación militante, de activistas y luchadores para imponer un proyecto económico, político y social que tenía como objetivo cambiar la estructura del país.
Carlos recordó las visitas a la jueza Pons en el Tribunal, a quien le llegaban cartas del padre de los chicos desde Suecia y se negaba a responder. Mariano le tenía miedo al cura que traía cosas al hogar y le decía que “era hijo del diablo”. María fue muy contundente al hablar de la complicidad que rodeaba a ese instituto: “La iglesia de Banfield sabía lo que pasaba, ellos nos bautizaron y nos cambiaron el apellido a Maciel. Una vez le dije al cura que necesitaba ayuda porque me violaban. Él fue al hogar y le contó a Manuel. Gracias al ángel de mi mamá pude soportar los golpes”.
Con igual firmeza describió la presencia de las fuerzas represivas en Belén: “A la noche venían policías, militares, gente de traje blanco; quizás marinos. Recuerdo que tuve un padrino que me llevaba de “paseo” a una casa abandonada, ´su trabajo´, donde pude escuchar música fuerte y gritos. En otro viaje, junto a Manuel y dos militares fuimos a otro lugar donde vi camas, sangre en las paredes, cables en el piso, olor a muerte”. Por eso solicitó se cierre el lugar y sea considerado un centro clandestino.
Pasaron siete años, más de dos mil días de calvario hasta que en diciembre de 1983 se reencontraron con su padre, Julio Ramírez, en Ezeiza, para partir a Suecia. Allí comenzó otra historia de revinculación, no solo con su padre, sino entre ellos que, en sus propias palabras, aún cuesta. Recordar y comprender el horror padecido fue la base de sustento del pedido de justicia por ellos, por los otros niños que pasaron por Belén y por su madre Vicenta Orrego.
Las últimas palabras de María, entrezaladas en los dos idiomas que los forjaron y los sostuvieron, son un fuerte pedido a una justicia lenta y tardía: “Los recuerdos que tengo de mi niñez son de amor, que mis padres nos querían mucho y eso fue un diamante que no pudieron sacar. Hace días mi hijo me preguntó ¿por qué la abuela Vicenta está en el cielo? . Yo lloro, hoy mi deber es buscar justicia para darle una respuesta a mi hijo. Quiero levantar la bandera bien alto en nombre de mi madre Vicenta y los 30 mil”.