Por Pilar Galende*
“Frente a las enfermedades que genera la miseria, frente a la tristeza, la angustia y el infortunio social de los pueblos, los microbios, como causas de enfermedad, son unas pobres causas”, afirmó Ramón Carrillo hace ya casi un siglo, cuestionando largas décadas de pensamiento sanitario hegemonizado por el biologicismo puro. El descubrimiento del Bacilo de Koch (germen causal de la tuberculosis) y sus modos de transmisión produjo una verdadera revolución en las ciencias, pero también marcó el inicio de un modelo de análisis de las causas de enfermedad y de organización social para dar respuesta, basado en el vínculo entre microorganismos y huéspedes susceptibles (que hoy llamamos “población de riesgo”). Sin duda una época bisagra para la humanidad, el poder superlativo del hombre dominando la naturaleza, el aparente control de los hilos de la vida y la muerte después de años de acecho de grandes pestes, las promesas de desarrollo. Por algo la llamaron “la edad de oro” de la microbiología. Se crearon los grandes hospitales, las ciencias biomédicas cobraron altísimo protagonismo, poco a poco el discurso y las prácticas del control sanitario ganaron terreno y aceptación. La epidemiología naciente, al calor de los descubrimientos en las enfermedades infectocontagiosas, centraba su análisis en las causas etiológicas de enfermedad, desde una mirada lineal.
Sin embargo, estos enfoques aplicados al modelo de atención que se iba erigiendo, no lograban dar respuesta a las necesidades de salud de la población integralmente. Ya en 1948 la OMS advertía que la salud no podía pensarse en la ausencia de enfermedad, señalando su carácter multidimensional en lo biológico, psicológico y social. El paradigma biologicista entraba en crisis y otras líneas de pensamiento sanitario que ponían el acento en la cuestión social cobraron relevancia entrado el siglo XX, cuya máxima expresión fue la Declaración de Alma Ata (1978) que consagró la estrategia de Atención Primaria de Salud (APS), la cual buscaba alcanzar este derecho con la participación total de la comunidad bajo el slogan “Salud para todos en el año 2000”. Aunque esta estrategia político sanitaria no logró completo desarrollo e implementación en nuestro país por motivos múltiples que trascienden a este artículo, marcó un cambio de perspectiva en la forma de comprender los procesos de salud y enfermedad.
Dicen que la historia avanza en espiral, y por momentos, volvemos a sentirnos frente al mismo acontecimiento una y otra vez. Una suerte de déjà vu colectivo. Algo de eso nos está pasando en esta pandemia. Debates que parecían saldados vuelven a entrar en tensión, entre visiones fuertemente biologicistas y miradas puestas sobre los contextos socio-culturales en los que transcurre su curso.
Compras de respiradores, habilitación de numerosas camas de internación, avances en técnicas de diagnóstico, son mostrados en los medios como las claves del éxito en el control de la pandemia, pero acaso ¿conocemos el trabajo de los equipos de salud en el primer nivel de atención, sosteniendo el cuidado de la comunidad en los lugares más recónditos del país? ¿Será que el Covid-19 dejó en outside la discusión sobre las desigualdades en la producción de salud? Estas preguntas no buscan desestimar de ningún modo toda la complejidad tecnológica en la que haga falta invertir para cuidar al porcentaje de personas que así lo requieran, pero no deja de preocupar la invisibilidad en la que cuestiones tan urgentes vinculadas al impacto sanitario de la pandemia han quedado. Volvemos a asistir a una mirada centrada en la microbiología, despojada de historicismo, hospitalocéntrica. ¿Quiénes enferman, quiénes mueren, cuáles son sus historias, dónde viven, con qué redes cuentan? ¿De verdad pensamos que el virus “nos ha igualado”? El riesgo de enfermar o morir por un padecimiento nunca es absoluto, siempre existe una relación que media entre un evento posible (por ejemplo el contagio del Coronavirus) y los contextos. ¿Cómo llevaríamos esta falsa dicotomía entre cuidar la salud versus cuidar la economía a la vida de un/a trabajador/a? ¿Deberá elegir entre evitar contagiarse o evitar morir de hambre? Es un dilema en el que se encuentra gran parte de nuestra población. Pensar estas cuestiones no busca convertirse solamente en un análisis discursivo, ni demorarse en un debate necesario pero postergable.
La pandemia no tiene aún fecha de vencimiento y nos obliga a mirar lo hecho y lo venidero en el conjunto de los acontecimientos. Y en ese sentido los enfoques de riesgo puramente biologicistas pueden convertirse no sólo en una falta de sentido histórico sino en un grave problema para la salud pública. Debatiremos más adelante acerca de nuestros sistemas sanitarios, la superación de la fragmentación, la oportunidad de rediscutir cuestiones como el rol del Estado en garantizar salud. Pero hoy urge pensar estrategias de cuidado que incluyan las miradas de muchos más actores que los llamados expertos. Por supuesto, eso no implica desconocer la importancia de los avances que la ciencia pueda aportar, sobre todo en plano de la inmunidad, cuyos beneficios deberán ser gozados por todas/os como un derecho humano fundamental. Pero hasta que se encuentre una vacuna eficaz, la principal medida preventiva frente al virus continuará siendo el aislamiento social. ¿Cómo garantizaremos su sostenibilidad en el tiempo, en momentos donde su carácter obligatorio comienza a flexibilizarse? Sin dudas, pensar que las fuerzas de seguridad sean la respuesta parece improbable a la luz de los hechos. La apelación a la “responsabilidad social” incluye necesariamente el diálogo entre diversas voces, entre las que los equipos de Atención Primaria de Salud son fundamentales, ya que representan el eslabón del sistema sanitario en vínculo directo con las personas, comunidades y familias en sus contextos de vida. Que las camas alcancen y los respiradores sobren dependerá en gran medida de las intervenciones en este nivel.
Por ello, se vuelve fundamental recuperar el pensamiento social en salud, que ponga en perspectiva la determinación de los modos y condiciones de vida en la producción de enfermedad. Son vastos los aportes teóricos, intelectuales y científicos que conforman ese recorrido en el campo de la Salud Colectiva y nos invitan a pensar la pandemia en toda su complejidad.
Ciencia emancipadora
Los aportes de la Epidemiología Crítica (Breilh, 2003) han sido claves para superar las miradas parcializadas sobre el proceso salud-enfermedad, que basaban sus enfoques en la “teoría del riesgo” y de algún modo dotaban de responsabilidad individual la posibilidad de adquirir tal o cual padecimiento. El concepto de riesgo, así pensado, trazaría perfiles de vulnerabilidad específica, basados en características individuales, ya sea biológicas, ambientales o psicosociales, generando una suerte de “discriminación positiva” ya que pone acento en las poblaciones susceptibles con prioridad. Estas visiones, fuertemente causalistas, quedaron obsoletas frente a la evidencia de que las personas no eligen sus contextos de reproducción social y por lo tanto, sus posibilidades de minimizar los riesgos de enfermar o morir son relativas y desiguales. Las políticas públicas focalizadas en grupos de riesgo han sido fuertemente cuestionadas y en muchos casos fracasado, ya que al carecer de una mirada integral sobre los problemas de salud, acaban reforzando las inequidades del sistema de atención.
No hay mal que dure cien años dicen, pero ni el descubrimiento del bacilo de Koch ni todos los antibióticos desarrollados para su tratamiento ni la inmunización obligatoria lograron en más de un siglo eliminar la tuberculosis y asistimos todavía hoy a muertes evitables por esta causa. La malnutrición, la falta de acceso a servicios médicos, el hacinamiento, siguen siendo la explicación de su persistencia ¿Seguiremos pensando la pobreza en tanto “factor de riesgo”? Claramente, nadie puede ser responsable por sus condiciones objetivas de existencia.
Sin embargo, es un paradigma no acabado y mantiene impregnación discursiva en nuestra sociedad. La percepción del “riesgo” es una construcción subjetiva muy presente, mediada por conjunto de factores que trascienden el riesgo estadístico, de tal modo que podemos sentirnos fuertemente amenzados/as frente al Coronavirus, pero no por otros contextos de daño a nuestra salud. Los graves efectos de los extractivismos, las intolerables cifras de femicidios y violencia hacia las mujeres, las sucesivas muertes por desnutrición entre nuestras comunidades originarias, los casos en aumento por dengue, por mencionar algunos, no movilizan el termómetro social con tanta amplitud ni celeridad como estamos viendo en estos días. Ni la alta contagiosidad ni la virulencia del Covid-19 alcanzan para explicar esta cuestión, más allá de la excepcionalidad del momento. ¿Será producto de una ajenidad ante los riesgos no percibidos como propios o resultado de una alarmante falta de empatía social? La dimensión subjetiva del riesgo puede interpelar mayores valores de compromiso y solidaridad, pero también movilizar enormes sentimientos de hostilidad y discriminación.
Por ello, se vuelve imprescindible analizar la pandemia y pensar las estrategias para su abordaje desde una perspectiva profundamente social, que supere los reduccionismo biologicistas y que dé cuenta de la complejidad en la que transcurre su avance. Ya se ha empezado a advertir que una medida tan simple y efectiva como el lavado de manos no está al alcance de todos/as sencillamente porque no todas las personas tienen acceso al agua. El Covid-19 no sólo no nos ha puesto en condiciones de igualdad, sino que además ha dejado en evidencia las profundas desigualdades en las que vivimos, enfermamos y morimos.
El revés de toda crisis puede ser la oportunidad. Oportunidad de construir una sociedad más justa y solidaria, de revisar nuestros modos de producción y consumo, de repensar los sistemas sanitarios, de imaginar nuevas formas de vivir y habitar el planeta. Es el mundo el que está en riesgo, tal vez sea el mayor aprendizaje de esta pandemia.
Aún hoy, los microbios, como causa de enfermedad, siguen siendo unas pobres causas.
*Médica Generalista. Presidenta de la Asociación Pampeana de Medicina General, Familiar y Equipo de Salud. Integrante de la Red de Profesionales de Salud por el Derecho a Decidir.