CAUSAS ARMADAS. UNA INDUSTRIA QUE NO PARA DE CRECER EN ARGENTINA

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Allanamientos ilegales, detenciones arbitrarias, pruebas fraudulentas, testigos falsos y condenas en tiempo récord. Un engranaje a la perfección entre uniformados que actúan, jueces y fiscales que avalan y voceros mediáticos que arengan por “más seguridad”. Una política sin grietas más allá de quién gobierne, que el Estado necesita para mantener “el orden” mientras impone la degradación de la vida de los sectores populares.

En los últimos tiempos asistimos a un carnaval mediático donde los llamados “expertos” en “seguridad” dan cátedra sobre la necesidad de mayor despliegue de policías, gendarmes y hasta fuerzas armadas en el espacio público. Algunos hechos ocurridos en las últimas semanas dan un buen pie al informe que sigue.

A raíz del crimen de Daniel Barrientos, chofer de la Línea 620, ocurrido en La Matanza a principios de abril, detuvieron a dos personas acusadas de participar en el asesinato. La madre de uno de ellos denunció ante los medios: “salió a las 7 de la mañana a trabajar, es más fácil agarrar a cualquiera, llevárselo y ya está. Mi hijo estuvo en mi casa, tengo la filmación del jardín de enfrente, de cuando entra y cuando sale con el auto a trabajar”. Alex Barone sigue preso acusado de ser uno de los asesinos. Su familia denuncia “causa armada”.

Luego de la protesta de choferes por la muerte de Barrientos que culminó con la agresión a Sergio Berni, el gobierno provincial (orden judicial mediante) envió a la misma Policía Bonaerense a ejecutar un brutal allanamiento en los domicilios de dos choferes con su posterior detención, acusados de los delitos de “atentado contra la autoridad, lesiones graves e intimidación pública”.

Por su parte, el domingo 16 de abril se conoció el supuesto suicidio del trabajador Mauricio Castillo en una comisaría de La Matanza. Estaba detenido por un supuesto robo en la zona, del que la propia Bonaerense no puede asegurar que fuera culpable. Castillo apareció ahorcado con un buzo en la celda, colgado de un barrote distante no más de un metro del suelo. La familia denunció su detención arbitraria y la responsabilidad de la Policía en su muerte. Y por reclamar justicia fue brutalmente reprimida en las afueras de la comisaría. Todo con el aval de Berni, claro.

La industria del “papeleo”
Las páginas de la sección Policiales de las grandes empresas periodísticas o los segmentos televisivos de columnistas especializados en “delitos y crímenes” arengan todos los días la necesidad de “mano dura” y “tolerancia cero” contra quienes protagonizan hechos englobados discursivamente bajo el rótulo polisémico de “inseguridad”.

Cada día asistimos en vivo y en directo al accionar represivo del Estado. Desde cinematográficas detenciones a plena luz del día, con cientos de efectivos, patrulleros, motos y helicópteros destrozando impunemente todo lo que esté en el camino; hasta operativos ilegales silenciosos, de madrugada, sin siquiera utilizar móviles oficiales; pasando por “rutinarios” retenes callejeros que derivan en averiguaciones de antecedentes y detenciones arbitrarias.

Las policías (de todas las provincias, al igual que la Federal, Gendarmería y Prefectura) cotidianamente llevan a cabo todo tipo de prácticas (legales y no) que derivan en la apertura de expedientes basados en pruebas falsas, con el fin de justificar el accionar represivo estatal con el cual intentar dar una respuesta rápida a la cuestión de la “seguridad”.

Personas detenidas al azar o que portan antecedentes por causas menores, son acusadas y hasta condenadas por haber cometido o participado de crímenes (inexistentes o cometidos por otras personas), sin contar con una investigación seria ni pruebas contundentes y con decisiones judiciales exprés que las hunden por meses o años en comisarías, cárceles o alcaidías.

Hablamos de causas armadas, donde las principales víctimas son los y las habitantes de los barrios populares de todo el país, en su enorme mayoría jóvenes y en las más diversas situaciones de vulnerabilidad.

¿Por qué hablar de “causas armadas”?
Nadie puede negar que en Argentina (como en el resto del mundo) las cárceles están llenas de pobres y que los criminales con poder, casi en su totalidad, siempre terminan impunes. Según datos del Sistema Nacional de Estadísticas sobre Ejecución de la Pena del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos nacional, a diciembre de 2018 (último relevamiento publicado) había más de 100.000 personas encerradas en penales y alcaidías de todo el país. Hoy son muchas más, ya que la tasa de encarcelamiento nunca dejó de crecer y, en los últimos años, lo viene haciendo a mayores ritmos que antes.

No sólo en Argentina hay más presos por cantidad de habitantes que en países como México, Venezuela o Paraguay (para hablar sólo de América Latina) sino que la enorme mayoría de quienes están en esa condición tienen los procesos abiertos, es decir que aún no fueron legalmente declarados culpables.

Según datos actualizados de la Comisión Provincial por la Memoria, al menos la mitad de las personas detenidas en el país están bajo custodia del Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB). De ellas, el 50 % no tienen condena, o sea que son inocentes hasta que se demuestre lo contrario.

Encima en las cárceles bonaerenses la sobrepoblación es del 109 % (más de dos presos por plaza habilitada); un hacinamiento al que se suma la ausencia de condiciones básicas de salud, alimentación, abrigo, recreación y una sistemática práctica de torturas y malos tratos.

En este contexto reaccionario y degradante de la condición humana, no hay que olvidar un elemento central. La cárcel, tal como la conocemos, es un invento del capitalismo. Un subsistema complementario a la explotación económica de las mayorías sociales por parte de una minoría.

En palabras de Karl Marx, “el crimen descarga al mercado de trabajo de una parte de la superpoblación sobrante, reduciendo así la competencia entre los trabajadores”. A su vez “la lucha contra la delincuencia” (el aparato represivo estatal) “absorbe a otra parte de la misma población”. Así, “el delincuente actúa como una de esas ‘compensaciones’ naturales que contribuyen a restablecer el equilibrio adecuado y abren toda una perspectiva de ramas ‘útiles’ de trabajo” (Elogio del crimen, 1860).

Concretamente, quienes habitan las cárceles, en su enorme mayoría, son “delincuentes” así concebidos por quienes dictan las leyes burguesas, detenidos por la Policía burguesa y condenados por la “Justicia” burguesa.

Y encima, un número indeterminado (imposible hacer estadísticas) pero altamente significativo de quienes están tras las rejas son víctimas de procesos penales creados con el solo fin de detenerlas. Es decir, que ni siquiera entran en la categoría capitalista de “delincuentes”. Las “causas armadas” no son otra cosa que una de las modalidades del sistema represivo.

“Es muy difícil hablar de estadísticas o cuantificar los casos” de causas armadas, dice a La Izquierda Diario Manuel Garrido, exfiscal nacional, profesor de derecho penal en varias universidades y director de Innocence Project Argentina, organización instalada en el país por el cineasta Enrique Piñeyro. En la ONG reciben más de 400 denuncias por año de familiares de personas “engarronadas”. Si bien no toman todos los casos, el número indica la sistematicidad de esta práctica. De hecho, dice Garrido, “hay comisarías que se caracterizan sistemáticamente por armar estas causas” y “fiscalías que también lo hacen de manera habitual”.

¿Por qué se arman causas?
En algunos casos, policías, fiscales y jueces inventan hechos (con falsas pruebas plantadas) de los que inculpan a una o más personas con fines extorsivos. Quienes no responden a las demandas, por lo general económicas, terminan “engarronados” por tiempo indeterminado. En otros casos, los hechos sí ocurrieron, pero se “papelea” a inocentes para proteger a los culpables. Y ahí es mucho más difícil zafar.

Esos objetivos son identificados por Garrido, quien pone como emblema el caso de Fernando Carrera (reflejado por Piñeyro en su documental Rati Horror Show) donde la Policía Federal, en enero de 2005, luego de perseguirlo a los tiros en el barrio porteño de Pompeya, terminó inculpándolo de la muerte de tres personas (a las que atropelló con su auto estando inconsciente por los disparos policiales) en una causa que terminó en una condena de quince años de prisión.

En la ONG han tomado varios casos de ese tipo y también otros en los que el Estado busca resolver hechos que han tomado trascendencia pública involucrando a un “perejil” como forma de “cerrar” la causa y demostrar cuán efectivo fue el accionar policial-judicial.

En el ámbito penitenciario, a su vez, es muy común que se falseen actas con supuestas inconductas como forma de disciplinamiento de la población detenida y para la gestión de los distintos circuitos de tráfico intramuros. De la misma manera, se falsean constancias para encubrir las ejecuciones y las torturas padecidas por los y las detenidas.

Nada de esto sería posible ni sostenible en el tiempo si no hubiera complicidad y participación necesaria de un Poder Judicial clasista, racista y patriarcal (en algunos terrenos, las víctimas de causas armadas son preponderantemente mujeres y disidencias sexuales).

Los investigadores Lucas Massaccesi y Bruno Falco publicaron en 2017 un artículo en la revista ReDeA de la Facultad de Derecho de la UNLP, titulado “Hércules y la fábrica de causas”. Allí plantean claramente que “el encierro cautelar en conjunción con el aletargamiento de los procesos penales, y con las altas probabilidades de que en juicio resulte condenado por un aparato judicial clasista que sospecha de toda persona de tez trigueña, termina funcionando como un mecanismo extorsivo que impulsa al detenido a echar mano a cuanto recurso tenga disponible -acuerdos de juicio abreviado o suspensión de proceso a prueba- para poder poner fin a su encierro, generándosele antecedentes penales que luego serán aprovechados por las agencias del orden con fines extorsivos”.

Es decir, desde el principio al fin de las causas, un armado consciente que no para de perfeccionarse y ya es un verdadero sistema, avalado (con mayor o menor participación) por todos los funcionarios del Estado. Incluyendo a los “progresistas” secretarios de Derechos Humanos, a las ministras de Mujeres, Géneros y Diversidad y demás áreas competentes.

Un sistema que, huelga decirlo, genera a su vez ingresos millonarios para los agentes estatales que intervienen, sea por vía formal a través de los abultados presupuestos para sostener la “industria” securitaria o bien por vía informal cuando las extorsiones resultan “exitosas”.

Claudia Agüero, abogada y miembro de la Coordinadora Contra la Impunidad Policial, lo define con claridad: “Una causa armada suele verse como una causa común, donde a simple vista parece justificada la detención de la persona, ya que aparentemente la Policía investigó, encontró pruebas y testigos, el fiscal acusó, hubo un juicio y esa persona pudo ser condenada en un proceso legal”.

La letrada agrega que “a través de años de lucha desarrollamos la capacidad de mirar críticamente cada causa y poder identificar los patrones que se repiten. Lo vemos en la televisión y ya lo identificamos. Y a la vez aprendimos a reconocer quién está del otro lado”. Su organización la integran mayoritariamente víctimas de causas armadas.

Modus operandi
Desde su nacimiento hace más de ocho años, La Izquierda Diario dio a conocer muchísimas causas armadas, a lo largo y ancho del país. Los hermanos Claudio y Danilo Castro en Avellaneda, Damián Raña en Ensenada, Sebastián Ventorino en Sarandí, Santiago Almirón en Morón, Jorge Daniel López en Monte Chingolo, Oscar Vega en La Matanza, Edith Bernstein en City Bell, Carlos Mamani en San Martín, Nicolás Lupin y el resto de los jóvenes cultivadores de cannabis en Puán, Mariano Kuchar en Ingeniero Budge, Marcos Bazán en Lomas de Zamora, el perito Marcos Herrero en Mendoza, Luz Gómez y Diego Romero en Jujuy, los jóvenes senegaleses Diaw Ibrahima y Dieng Thierno en La Plata, Ezequiel Bazán en Morón, Agustín Santillán en Formosa, los carreros Eduardo Chávez, Agustín Velázquez y Ángel Ibáñez en Quilmes; son sólo algunos de los casos de los que este medio tomó conocimiento.

Personas diferentes, diversas geografías, vidas disímiles. Pero con la tragedia común de haber caído en las garras de un sistema perverso. Todas personas que están vivas para contarlo (otras, muchas otras, además de sufrir el armado de causas murieron por torturas o balas policiales y penitenciarias, como sucedió en estos días con Mauricio Castillo).

Pese a que cada historia es particular, hay un modus operandi que se aceita con el tiempo. Una característica de estas prácticas, totalmente naturalizadas dentro de las policías y los servicios penitenciarios, es el invento, la manipulación o el ocultamiento de pruebas sobre hechos que efectivamente sucedieron pero para dirigir la investigación hacia personas que no tienen que ver con ellos.

Las víctimas de esas pesquisas permanecen detenidas durante años mientras los verdaderos culpables (muchas veces miembros de las fuerzas o civiles protegidos) son encubiertos por el Poder Judicial. En la práctica, esos crímenes permanecen impunes.

La Policía tiene amplios márgenes para armar la primera versión de los hechos e introducir testigos falsos (suelen ser los primeros “denunciantes” que vieron o escucharon “algo”), sugerir hipótesis, realizar reconocimientos fotográficos o en rueda de detenidos y otras “técnicas de investigación” que no suelen ser controladas por fiscales y jueces. Con ello se construyen y formatean las versiones definitivas que se convertirán en las “pruebas” de los expedientes.

Para Manuel Garrido, es central “la manipulación de pruebas por parte de quienes están a cargo de la investigación”. Y eso va “desde plantar un objeto, como armas, para consolidar una sospecha, hasta presiones sobre testigos para que señalen a determinadas personas. Se manipulan las ruedas de reconocimiento, hay amenazas a testigos y hay otros que están en connivencia con la Policía a cambio de determinados beneficios”.

Todo acompañado “por tareas de inteligencia, por la averiguación informal por parte de algún policía de la que surge algún dato o apodo que después se corrobora que corresponde a la persona señalada de antemano”, grafica Garrido.

Nadie que participe con algún grado de responsabilidad en el sistema policial-judicial-penitenciario (desde las altas jerarquías hasta los eslabones más débiles) desconoce esta metodología. Pero prácticamente nadie lo denuncia, ya que es una práctica funcional al desarrollo y crecimiento de la industria de “seguridad” y penitenciaria.

Así, la ecuación resulta perfecta para el poder político: a más causas (armadas), mayor necesidad de invertir en recursos humanos y técnicos, reforzar las fuerzas represivas y crear cárceles. Eso sí, con perspectiva derechohumanista, faltaba más.

Desde la Coordinadora contra la Impunidad Policial alertan sobre una novedad. “Últimamente vemos que hay un sector ‘privado’, los narcos, que también participan del armado de causas”, dice Claudia Agüero. Y explica que “cuando buscan quedarse con un territorio o un bunker y tienen que hacerse de ciertos inmuebles, los dueños de esas propiedades terminan muertos o con una causa armada”.

En ese marco, Agüero detalla que “hay familias a las que les tirotearon las casas y por defenderse, las terminaron quebrando, acusando a sus miembros de intento de asesinato y otros delitos. Hay gente que fue a denunciar que estaba en peligro y cuando llegó a la comisaría ya la habían denunciado por agresión. Esa gente queda con un terror bárbaro que la paraliza”.

Garrido agrega dos condimentos “extras” en Argentina respecto a otros países. “Un factor tremendo es la tortura sistemática a quienes se les armó una causa y otro es el tiempo que llevan los procesos judiciales. Si te arman una causa por drogas te comés uno o dos años de prisión y después se descubre que es todo falso. Si es por un delito más grave, podés estar más de diez años sin sentencia firme. Si lográs revertirlo, ya te comiste diez años preso. Es un efecto muy dañino el que generan en las personas las causas armadas”.

Los medios y los fines
Hace algunos años el caso de los hermanos Claudio y Danilo Castro tuvo repercusión en la zona sur del Gran Buenos Aires. Claudio contó su historia en detalle a este diario cuando aún estaba procesado. Hoy es referente de la Coordinadora Contra la Impunidad Policial y recuerda que, cuando les abrieron la causa y se contactó por primera vez para pedir ayuda, una compañera le dijo “‘Claudio, acá no tenés que dar explicaciones, ya sabemos quién está del otro lado’. Eso me sacó una pesada mochila de encima, porque yo caminaba por la calle con un Tribunal sobre mi cabeza acusándome y me preguntaba ‘¿cómo voy a hacer para explicarle a la sociedad que yo no maté a ese policía?’.

En su artículo “Hércules y la fábrica de causas”, Massaccesi y Falco afirman que el fenómeno de las causas armadas no sería posible sin el plafón creado por el “asedio psicológico” de las grandes empresas de comunicación que construyen “un estereotipo de ‘delincuente’ basado en la estética de los jóvenes de sectores vulnerables, no sólo moldeando ideológicamente a la audiencia sino además logrando calar en lo más hondo del subconsciente del espectador que asiste desprevenido a la yuxtaposición recurrente de sangre y altallantas”.

Manuel Garrido coincide. “La presión social y los medios actúan como factores concomitantes, a lo que se suma la política. En la provincia de Buenos Aires se ve claro. Medios que dan difusión a las versiones falsas de quienes armaron la causa, donde las ‘fuentes’ consultadas es la propia Policía. Esas versiones son fogoneadas por la política, lo que presiona a los jueces que, a la vez, saben que si van contra la corriente pueden ser denunciados”. Un circuito en el que el llamado “principio de presunción de inocencia” queda cada vez más sepultado.

Diariamente los medios que responden a los intereses empresarios se posan sobre hechos de la realidad y los difunden de tal manera que mantienen y actualizan el universo simbólico en torno a la “inseguridad”. Como en un juego de roles, dan pie a un discurso político criminalizador y a un inevitable correlato judicial donde, con un léxico “legal” ajeno a la cotidianidad de quienes lo sufren, los señalados mediáticamente son encerrados sin cuestionamientos. Como Claudio Castro y muchos más.

¿Y entonces?
“Los sectores populares no sólo sufren la marginalidad impuesta por un modelo económico y la estigmatización por estereotipación, además padecen la crueldad de un poder punitivo que pesa billeteras para decidir la reclusión en condiciones carcelarias violentas e inhumanas”, afirman Massaccesi y Falco. Es decir, una cuestión de clase inobjetable.

En una entrevista que se publica junto a este informe, Claudia Agüero, Claudio Castro y Marcelo Pirola detallan los obstáculos y las penurias que aquejan a las personas “empapeladas” y sus seres queridos. “Vemos cómo viven estos procesos las madres, las hermanas, las familias, es mucho sufrimiento. Desde el hecho simple de levantarse a la mañana y decir ‘tengo una jarra de agua fresca y mi hijo no’, los traslados de penal en penal donde no saben a dónde los llevan y si los van a maltratar, sabiendo de lo que son capaces la Policía o el Servicio Penitenciario”, detallan.

“Otro hecho tremendo es cuando a las familias directamente les niegan la posibilidad de acceder al juicio. Una garantía de más impunidad, porque en una sala vacía es más fácil manejar todo”, grafica Pirola. Recuerda el caso de Laura Ríos, “una compañera que quería estar en el juicio junto a su hijo Ezequiel de 22 años, quien tenía una discapacidad y usaba muletas. No la dejaron entrar, la sala estaba casi vacía y el pibe tuvo que escuchar en soledad el veredicto por el que lo condenaron a nueve años de prisión. Claramente es odio de clase del Poder Judicial. En muchos juicios logramos el ingreso de familiares, veedores y medios sólo con la movilización”.

La organización y movilización en reclamo de verdad y justicia, como en todos los hechos de represión estatal e impunidad del poder, son claves para evitar que los culpables se salgan con las suyas sin pagar costos. Es que, como asegura Garrido, pese a ser “un fenómeno bastante extendido” el gran problema es poder “demostrar que una causa fue armada, sobre todo cuando se trata de casos de delitos graves como homicidios”.

Algunos casos, como el de Carreras o el de Jorge González Nievas, terminaron en la Corte Suprema tras largos procesos de lucha. ¿Pero cuántos no llegaron? ¿Cuántas personas inocentes pasaron años y décadas tras las rejas siendo inocentes? ¿Y cuántos culpables se matan de risa impunes y coleando?

Para Claudio Castro, “hoy nuestra lucha es por lograr que, así como la sociedad ya distingue un caso de gatillo fácil, pueda distinguir una causa armada”.

Lo que antecede impone una pregunta: si nada de esto es mentira, ¿por qué los gobiernos, sean del perfil político que sean, avalan el desarrollo y reproducción sin freno de esta “industria”? La respuesta puede parecer retórica, pero no lo es. Lo hacen porque es una cuestión de Estado. De Estado burgués.

Los secretarios de Derechos Humanos o las ministras de Mujeres y Diversidades pueden llenarse la boca con discursos y fotografiarse haciendo “beneficencia” en las cárceles. Pero saben que eso es para la foto. Esa industria no se toca. Es más, hasta les termina sirviendo para armarle una causa a algún que otro enemigo político. Como un lawfare, pero menos refinado.

Organizarse y luchar contra el propio sistema que todos los gobiernos gestionan es la tarea que tienen por delante los sectores populares. No sólo para terminar con sus aspectos más inhumanos y destructivos de la dignidad humana, como las causas armadas. Sino sobre todo para acabar con la razón última por la que esas inhumanidades se planifican y ejecutan: la explotación y opresión capitalistas.

 

Fuente: La Izquierda Diario

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